Ahora mismo tengo ante mis ojos un libro cuyo título, seguramente, no es nada nuevo porque muchos autores lo han utilizado para el mismo tema. Se trata de “Vida de Cristo” cuyo autor es el obispo americano Fulton J. Sheen. Tengo que reconocer que apenas lo he empezado a leer pero, francamente lo digo, promete lo que es y que no es otra cosa que una gran obra referida a alguien más que un gran hombre: el mismísimo Hijo de Dios.

Este hombre-Dios supo llevar a cabo una misión que cumplió a rajatabla y que es bien conocida: salvó al hombre de la perdición eterna dando su vida y dándola en una muerte de Cruz. Y este hombre-Dios fue el que, a lo largo de sus años de predicación, pudo mostrar hasta dónde podía llegar el poder de Dios, su Padre del Cielo (tengamos a San José como su otro padre en el mundo dado también por Dios por su santísima Voluntad)

Pues bien, aquel hombre-Dios es a quien un 9 de mayo de 1929 recibió un infante de apenas 9 años (ni siquiera si bien lo pensamos pues había nacido un 9 de agosto de 1920) de nombre Manuel Lozano Garrido.

Es verdad que Dios, muchas veces, prepara a determinados seres humanos para cumplir misiones especiales y que los elige desde bien pronto. Y, seguramente, Lolo era uno de ellos pues su futuro, el inmediato después de recibir su Primera Comunión aquel día del quinto mes de aquel final de los años veinte del siglo pasado, antesala de todo lo terrible que luego sucedió, mostraría hasta dónde iba a ser capaz de llegar sin, digamos, ir a ninguna parte…

Es más que seguro que la preparación para aquel crucial momento debía ser muy distinta a como es hoy pero es también seguro que la emoción espiritual que debió sentir aquel joven, más que joven, en su Linares natal, no tuvo parangón en su vida pues era la primera vez que recibía en su cuerpo el propio de su gran amigo Cristo.

Suele ser lo común que cuando se tiene tan poca edad no se acaba de entender qué es lo que está pasando en la Iglesia donde se acoge en el corazón, por primera vez, a Cristo. Sin embargo, algo nos hace pensar que en este caso las cosas fueron muy distintas.

A nosotros es seguro que nos basta con contemplar la imagen que hemos traído para ilustrar estas letras. Y es que podemos ver a Manolillo (nos tomamos tal licencia de llamar así a Lolo) con el cirio en la mano y serio, tan serio como debía estar un niño en aquella situación a sabiendas que en su vida ordinaria, como todo niño de su edad, debía ser un pillo de tomo y lomo…

Pero ahí vemos a Lolo al lado de la Virgen María a la que tanto quiso y a la que bonitas palabras dedicó siempre que se le presentaba la ocasión y con quien tanto lloró alguna que otra vez (como en su viaje a Lourdes cuyas lágrimas quedaron en un espejo que su hermana Lucy le entregó para que pudiera ver a la Virgen en aquella tan extraña posición de su cabeza con la que convivía…)

De todas formas, no sabemos si tal imagen se tomó el mismo día de su Primera Comunión o, como suele ser común (al menos ahora) días antes para prepararlo todo por si acaso aquella imagen servía a modo de recordatorio. Sin embargo, no es poco cierto que Lolo sabe a Quién va a recibir como bien mostró a lo largo de su vida, de los años que vendrían tras tan trascedente momento en la existencia de alguien que de verdad cree lo que sabe y sabe lo que cree.

Lolo, en su Primera Comunión (aún habiendo perdido el cirio que fue lo que le pasó) sin duda alguna preparó su corazón para un momento que es, cómo decirlo…, único en el fondo y en la forma. Y no es que las comuniones sucesivas no sean importantes sino que, como sabemos, saber que el mismo Dios se ha hecho dueño de tu corazón y siendo tu corazón (el suyo, queremos decir) una tierra fértil donde fructificar un tal fruto… vamos, como que podemos imaginar que aquel día, otro 9 de mayo pero de un lejano año de 1929, hubo un niño, de nombre Manuel que dejó caer, sobre su vida, algo más que una forma consagrada pues se trataba de algo más que una especie… se trataba del mismo Cristo quien había recibido: en ella estaba, en él estuvo, ya, para siempre.

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