Podemos decir que cuando las máquinas ocupan el lugar del hombre mucho cambia a tal respecto. Por eso, no nos extraña nada que Lolo escriba sobre el papel de estas en la vida del hombre.

Este artículo que es, como lo son todos los de Lolo, una luz sobre el tema que trata, plantea que sí, que es buena cosa que la técnica ayude al hombre en sus trabajos diarios y que le facilite los mismos. Sin embargo, eso no ha de querer decir que ocupe su lugar.

Ciertamente, y como no podía ser de otra manera, en lo que escribe Lolo ha de aparecer Dios. Y es que el Creador entregó la Tierra al hombre y, es seguro, que no la entregó a las máquinas. Por eso debe ser tenido en cuenta que eso es, ciertamente, la verdad, y que nunca el espíritu puede ser dominado por la técnica.

 

 

Publicado en la revista Vida Nueva, en enero de 1962

 

VENTAJAS: tiempo y liberación del espíritu.
INCONVENIENTES: el materialismo técnico y el culto de la eficacia.

La Reina Madre, Elizabeth de Bélgica, visitó últimamente la China comunista. El mismo día de su llegada, el dirigente Mao Tse-Tung le ofreció como regalo un poema especialmente compuesto por él y que titulaba “Flores de acero entre la lluvia y el viento”.

Instintivamente, la noticia la hemos ido asociando con esa otra de la reciente inauguración de un cerebro electrónico transistorizado en la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid.

Hace unos años, cuando empezaron a encomiarse las funciones de los cerebros electrónicos, se anunció que, incluso, la máquina había llegado sola a componer un soneto. Aquellas catorce líneas, junto con esta parrafada de versos del segundo cabecilla del movimiento más materialista de la historia, nos producen la perplejidad de unos hechos tan paradójicos y desconcertantes como la alianza del día y la noche, lo consecuente y lo imposible, lo espiritual y lo concreto. Al hombre que planifica y desgaja en las comunes realidades, tan sangrantes como la de la familia, o sentimientos tan esenciales como la maternidad, el amor a los padres o la libertad, repele verlo escribiendo versos tanto como la dulzura de un madrigal aprisionado entre fichas y ruedecillas mecánicas.

Se ha dicho que cuando el general MacArthur, en la guerra de Corea, pisó al fin la región de China del Yalú, la orden de retroceso se la aconsejó al presidente Truman un calculador en el que se habían colocado previamente todos los detalles económicos y militares del país y que, barajados, recomendaban la inconveniencia de la campaña. De ser así, ese madrigal tan materializado viene a gratificar el buen servicio mecánico de unos ejércitos que se retiran.

UNA PALABRA CON TEMBLORES

La realidad es que el automatismo se extiende como un pulpo sobre la vida humana y que, reconociendo sus servicios, nadie está libre de una sensación, si no de escalofrío, al menos de prevención. El hombre de la calle no ha dado la misma confianza a un “cerebro” que al hallazgo de la penicilina. Y no con actitudes que van paralelas al mayor o menor grado de civilización. Hace poco, una emisora americana preguntó a sus oyentes sobre los sentimientos que les suscitaba la palabra “automatización”. Casi un 90 por 100 se inclinó por una conciencia de miedo. Junto a un desconocimiento y una incertidumbre en el futuro empleo de las máquinas, hay en ellas una potencia de dominio y existe la realidad histórica del mal empleo de la autoridad y la fuerza por algunos hombres. Los que han mandado a los pueblos, los que han podido canalizarle las ideas y los pensamientos, los que detentaron tierras y cultivos, no siempre se han movido por un noble deseo de servidumbre al bien común. De aquí que la duda desborde ya el área de los hombres de la calle para entrar en los mismos centros culturales. En la Universidad de Michigan, por ejemplo, se han reunido matemáticos, ingenieros y filósofos para plantearse la cuestión de si la automatización continuará siendo útil al hombre o estará cerca el día en que hayamos entrado en una nueva y más temible esclavitud.

A su vez, la literatura nos ha dejado en “Un mundo feliz” y “La hora veinticinco” dos novelas antológicas del mal empleo de la mecanización. Las criaturas de Huxley, que nacen matemáticamente en los laboratorios, y aquellas otras de Gheorghin, zarandeadas por el ansia de ambición y de riquezas de otros, gravitan sobre los seres de un siglo con una desgraciada y abundante experiencia de fraude y de tiranía.

ALGO LLAMADO HOMBRE

Mas lo cierto es que la automatización está pensada para el bien de la Humanidad. Incluso en su empleo en ciertas funciones de estrecha relación espiritual, la máquina entra noblemente, como un hombro que se brinda para llevar la pesada carga de una tarea útil y esforzada.

El ser es una realidad espiritual y física, una confluencia de actividades superiores y movimientos corporales que se supeditan estrechamente. Antes de que se pensara en las máquinas, ya se tenía conciencia de que en el hombre trabajaban innumerables mecanismos. Los reflejos son un ejemplo de la operación automática que se cumple en nuestro cuerpo.

Pero en la vida de la criatura hay también unos planos espirituales tan importantes como los biológicos e, incluso, de valores más altos. López Ibor ha escrito que “a medida que se asciende en la escala de los estratos, de los biológicos a los espirituales, la apertura es mayor. Las necesidades se convierten en valores y los valores son libres y menos planificables”. O también que “no es que los pensamientos sean cadena de reflejo -como las máquinas calculadoras-, sino que los reflejos son sedimentos de pensamientos”.

Sobre la naturaleza toda, nosotros tenemos la jerarquía de nuestra razón, los sentimientos y la voluntad. La superioridad del hombre es incuestionable, lo que no puede llevarnos a negar cierta posibilidad de ser superados en las funciones mecánicas. Un murciélago, por ejemplo, capta vibraciones sonoras que son insensibles para nuestro oído. Incluso nuestro cerebro no es capaz de acusar ciertas diferencias. Su velocidad de reacción es mínima al lado de la de la luz.

De hecho, el automatismo ha aumentado la perfección del hombre. Nos comunicamos a distancias gigantescas, acusamos buques que transitan muy lejanos y hemos llegado a ver hasta las moléculas, todo por la ayuda de la técnica. Son realidades que no nos degradan. Nuestra realeza radica en el espíritu. Un Fleming está muy por encima de los operarios que fabrican la penicilina.

A su vez, cuando realizamos un trabajo mecánico por primera vez, hay que admitir que se cumple también un esfuerzo de atención espiritual del que seríamos liberados si en lo sucesivo una “chacha” maquinal se encargara de hacerlo. En ese caso, nuestra alma se enriquecería en tiempo y en ocupación. La automatización cumple así plenamente su misión de servidumbre para con el hombre que la crea.

LO BUENO DE LA TÉCNICA

A la técnica la caracterizan tres principios: la busca de la verdad, la de la eficacia y su razón de utilidad para con el hombre. El positivismo de la técnica es compatible con la razón de las cosas. Es cierto que la razón que la ciencia persigue es una verdad concreta, pero ésta no es otra cosa que un matiz de la verdad absoluta. Incluso en el hecho técnico hay valores espirituales. La meticulosidad con que va amoldando los medios al fin, es ya un acto de perfección.

Con lo dicho no es precisamente un estigma de condenación lo que merece la técnica. La lista de sus beneficios podríamos iniciarla con las características de seguridad que ofrece y el ahorro del tiempo. El “cerebro” nunca solventará un problema algebraico que no haya sido aclarado previamente por el hombre, pero nuestra inteligencia tampoco solucionará doscientas incógnitas en un minuto, como hace una máquina en Hamburgo, o podrá sumar dos mil números de doce cifras, como la Univac de Francfort.

La liberación del esfuerzo de atención y del trabajo físico, o al menos su dignificación, es una perspectiva asequible. Con el tiempo, un hombre que siega a mano o un empleado que multiplica, nos han de parecer tan esclavos como los negros de la colonización. En lo sucesivo, la esclavitud quedará reducida a la máquina. Podremos llegar a una esclavitud legal, incluso cristiana, sin humillaciones ni ultrajes a la dignidad, porque nadie ofende a la máquina con la jornada de sol a sol.

El destino y la facultad del hombre de “mandar” sobre la Naturaleza, sólo ha de cumplirse con este poder gigante que le brota de la inteligencia. Con los descubrimientos empezamos a constatar la presencia de leyes inmutables, que pueden ser encarriladas en fenómenos prácticos. Sólo con el automatismo cabe entrar en la era de los elementos domesticados y reordenados. El universo material y el hombre se habrán enriquecido de nuevas posibilidades de comprensión y de alianza.

Por último, hay que reconocer que la máquina es un aliciente de eficacia y que nuestra actividad espiritual se cumpliría más libremente con la eliminación de ocupaciones impropias.

EL DIOS “RENDIMIENTO”

Con todo, sería insensato resumir las perspectivas del automatismo con un panorama “rosa”. La grandeza y la miseria de la técnica se labra sobre la buena intención de los hombres que la crean. En los institutos de investigación también caben los malos pensamientos. La existencia de mentes pervertidas le dan la razón a los personajes “de la hora veinticinco” y al miedo de tantos hombres de la calle.

La gran catástrofe de la técnica endiosada empieza desde el mismo instante en que remonte la dignidad de la persona humana. El trabajo del hombre sólo debe ser desplazado cuando pase a una nueva situación en la que sea honrado y beneficiado. El “leit- motiv” del automatismo ha de ser el de su fidelidad a la criatura. Su peligro le viene de una desviación para exaltar los medios. Cuando el hombre pasa a segundo plano, ya estamos otra vez en el campo de la esclavitud, aunque ahora no existen plantaciones de cafetales y sí un horizonte de aceros de prisión. El Dios “rendimiento” apalea a las criaturas más que los látigos de las galeras.

UNA POSTURA DE AMOR

Como el automatismo se relaciona de un modo tan directo con la debilidad humana, se hace natural que la Iglesia haya dejado sentir su preocupación por el futuro de la criatura. Su magisterio es bien claro e insiste en fijar los límites de la ciencia, reprobando el materialismo del espíritu técnico. Lo que a ella y a todos nos interesa es el respeto y la servidumbre de la criatura. Pío XII ha dicho que “la técnica es un don de Dios y puede conducir a Dios”. La realidad misma de los sucesos y de la naturaleza están por sus palabras. Cuando Dios crea al hombre, lo pone como al rey del mundo que le nace y le deja en el corazón de un universo con ciertos misterios latentes, como una invitación a participar en la tarea creadora y ordenadora.

Esta es la raíz del pensamiento cristiano. La maternidad de la Iglesia está por la grandeza personal, social y económica del hombre. La suya es una postura de amor, que busca la perfección espiritual. Desde la cátedra de Roma, desde el corazón de los hombres nobles no se hace sino sentir de una manera palpitante el mismo afán de Cristo por el “hombre vivo”, con su libertad, su razón y sus sentimientos en ejercicio, libre y soberano como Dios lo creó sobre una arcilla.

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