Hace pocos días trajimos a esta casa, que es la de Lolo, un artículo que había publicado el linarense universal sobre un libro que trataba, por así decirlo, la segunda salida de Don Camilo. Y ahora, poco tiempo después, publicó el mismo Lolo este artículo que, por decirlo así, añade algo más al tema.
En realidad, este artículo de Lolo que sí, tiene que ver con Don Camilo, lo aprovecha nuestro amigo para eso que tan bien sabe hacer: hacer apostolado católico a raíz de un libro.
Lolo quiere que sepamos que es muy importante no aparentar sino, en todo caso, ser verdaderamente cristianos y que sí, que lo que cristianamente hacemos acaba llegando al corazón del prójimo.
Por cierto, habla Lolo del sacerdote Secundino Martínez de quien hemos traído aquí un artículo suyo publicado en el año 1994 en los Boletines de los Amigos de Lolo
Publicado en la revista Úbeda, en mayo de 1955.
D. Camilo era tan fuerte como el Mericano, y si éste, por sí sólo, había, dado la vuelta al Hércules de bronce, con idéntica razón podía hacerlo el Arcipreste. Por eso, cuando pidió fuerzas, le contestó el Cristo: -Lo importante es que no te falte la fe.
¿No fracasarán muchas de nuestras obras espirituales porque nacieron ya estériles, ahogadas por un cálculo que con su excesiva preocupación por lo material renuncia de antemano al “contempladlas como crecen, Dios así las viste” del futuro? Don Camilo, es verdad, contaba ya con sus fuerzas, y ello debe llevarnos a que hay que poner en la empresa la tensión de todos los músculos -nuestras posibilidades-. A veces, ciertos alardes de confiar en la Providencia no son más que la fachada que oculta un carácter gregario, nuestra terrible pereza de espíritu («Ayúdate y te ayudaré»). Pero también, en lo espiritual hay una economía de valoración infinita, de forma que un ápice de fe inclinará siempre a su favor el fiel de la balanza. A mayor confianza, Dios suple en mayor grado la ausencia de lo material. Y si la fe llegara a ser como una montaña, veríamos repetirse en lo nuestro el milagro del pan y los peces o, sin ir más lejos, el del Cottolengo turinés.
Con la fábula del lobo que quería democratizar el rebaño y acabó devorándolo, D. Camilo pone en candelero la táctica de caballo de Troya del comunismo. La experiencia española, tan dolorosa, sabe bastante de la estratagema. Ahora bien: ¿de verdad, de verdad que podemos, ya de una vez, no temer a las insidias de ese o de otro lobo, que le pusimos a raya para siempre, que sus uñas no están a un palmo de nuestras narices y puede que hasta haciendo zapa en nuestro corazón? Sí, también a nosotros se nos infiltra el cuadrúpedo sanguinario. Unas veces con pretextos de arte: el desnudo en la pintura, lo escabroso en el cine, lo adúltero y crudo en la novela. Otras, con una mal entendida tolerancia para con el error, con la vista gorda para la infiltración protestante, con la imitación de ciertas libertades y prácticas no nuestras, en pugna, con el temperamento y la ética, con el calco de la moda inmoral, dando carta blanca a la pornografía hasta en los grabados de prensa, tolerando las injusticias sociales.
Primero, solapadamente; luego vendrá el pedir una tregua y clamar por la libertad (?); después la igualdad de derechos, el frente común, la tea. ¿No es éste el camino de la «democratización», y el más viejo aún de la relajación y la herejía?
El hambre empujó a Tormento, el comunista, a retirar también su paquete de la ayuda americana. Pero, eso sí: continuaría siendo fiel a sus principios.
¿Por qué esta vez, en la necesidad, nos sentimos solidarios con su gallardía? Porque, ante todo, Tormento era un hombre, y en su gesto latía una muy noble sed de justicia social que no debía ser arriada por un bloque de margarina. Su situación recuerda la de aquellos obreros españoles de 1930-36 a los que para comprarles el voto se regalaban platos de cocido sólo en vísperas de elecciones. ¡Como si el hambre no coceara el resto del año!
Dios ha puesto, junto al derecho de propiedad, deberes de caridad y justicia. Entre ellos, el de utilizar los bienes, como instrumento de redención social, fomentando el trabajo, remunerándolo en justicia, elevando, en suma, ese nivel espiritual y material que ha de acercarles a un destino de eternidad.
“Mire… yo… un día estuve con el arado…; ahora, ya ve… tengo tierras, propiedades, voy al Círculo, hemos presentado a la chica en sociedad… Comprenda…: a mi mujer le gustaría que el muchacho fuera médico, arquitecto, ingeniero… Viste ¿sabe? A él le tira la sangre, pero…”
Y en el «pero» queda inmolada una vocación e hipotecado un destino. Si pudiéramos ahondar en tanto profesor, abogado, químico o médico mediocres ¿cuántas veces no hallaríamos en su fondo una imposición paterna sin más motivo que los prejuicios sociales, -el “eso viste”, “mi hijo tiene que ser algo-” ahogando una inclinación ilusionada? ¡Qué contados son los padres que auscultan sin prejuicios la vocación de los suyos y qué raros los que se alegran de que se orienten hacia un oficio, aunque su elección sea tan asombrosa como la del peque, que alcanzaba instintivamente la llave del 14 que se necesitaba!
Y es que pocas veces se valora el futuro profesional en razón a su misión de servició e instrumento de salvación. Por eso es bueno lo que escribe el P. Secundino Martínez:
“Para hacer una buena elección profesional hay que despertar la ilusión por la misma, y sobre todo, inculcar en el ánimo de los jóvenes la idea de que la profesión no es solamente el medio para ganarnos el pan de cada día, sino, además, y sobre todo, un servicio, que estamos obligados a prestar a la religión y a la patria”.
* * *
Hay quien se sorprende por un brote de violencia en los hijos y día a día no se cuida de exteriorizar ante ellos la repulsa y el odio. Quien siembra vientos, recoge tempestades.
No hay nada tan descorazonador como pretender resumir en un balance nuestros resultados de evangelización. Y lo mismo sucede con las misiones culturales. Apostolados en los que pusimos todo el empeño, presentan en cambio, un saldo irrisorio. Otros, por el contrario, fructifican, cuando apenas si hubo tiempo para depositarlos en el surco. Los hay también que discurren con una persistente sensación de infecundidad. ¿Existe alguno cuyas cifras «canten» menos que el contemplativo? También el de la Prensa, se resiente de este silencio desalentador. La razón la hallaremos en que esta conducta es para Dios y, a Él, que sí que lleva la contabilidad, corresponde la germinación y el fruto. A nosotros sólo la sementera («Uno es el que siembra y otro el que recoge»), tanto más prometedora cuanto más la abonemos con el sacrificio y la renuncia. No hay motivo, pues, para el desánimo. Es lo que decía el Cristo a D. Camilo: “No es cierto que nadie te escuche. Cuando tú hablas, todos están atentos a tus palabras. Muchos no las entienden, pero eso no importa: Lo importante es que la palabra de Dios quede depositada en su cerebro. Un día volverá a oír resonar en su oído esa palabra y ya no será sino una admonición”.
Periodista católico, educador, apóstol: ¿qué más para ti que el saber que tu palabra llega? “Cristo es la Verdad y yo trabajo por ello. ¿Por qué entonces mi predicación no convierte a los amigos? ¿Cómo hay quien se aleja dolorido de la Fe Única?”
La Verdad está, en efecto, en el catolicismo; pero sus portadores somos nosotros, y nosotros no hacemos de la conducta carne de la verdad. La Caridad es la antesala de la fe y, las más de las veces, no es precisamente amor al prójimo lo que transpiran nuestros actos, sino egoísmo, fariseísmo y arribismo. Por eso es justo que los que codician lo auténtico se distancien defraudados por el espejismo de nuestra mentira. ¿Quién aseguraría que muchos católicos no sustituyen, y hasta mixtifican, la Verdad por su verdad? Por eso, «los otros» también tienen en nuestra hipocresía, su parte de razón. La gran razón que al marxismo da seguidores es la injusticia social, que muchas veces llega de quienes alardean de católicos.
Hubo una vez doce hombres que, con la Verdad cien por cien, ganaron un mundo. ¿Qué no haríamos si la viviéramos los millones de católicos de hoy?
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
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