Hace bien poco publicamos en la página de la Fundación dedicada a Lolo un artículo del mismo Manuel Lozano Garrido que trataba un tema más que interesante como era el fin del mundo, que cómo sería.

El artículo de hoy abunda en un tema que, digamos, es el contrario en cuanto a realidad y en cuanto a tiempo. Y es que trata el de hoy del origen del mundo, de cómo pudo nacer el mismo.

Es cierto que este artículo, como el otro, tiene mucho de científico pues la cosa ha de ser así. Sin embargo, hay algo que, como creyente, Lolo no puede dejar de constatar: la intervención de Dios en todo esto.

 

 

Publicado en la revista Signo, el 6 de mayo de 1961

 

Martin Ryle es un radioastrónomo del observatorio de Nullard, de Cambridge, que durante once años, y al frente de un grupo de profesores, ha estudiado detenidamente el universo. Millón y medio de datos han sido recogidos por ellos gracias al más moderno radiotelescopio, que se valora en diez millones de pesetas. Después de estudiar con todo detenimiento sus observaciones, los científicos británicos enviaron hace dos años una comunicación a la RoyaL Astronomical Society, de Londres, en la que arman una teoría coherente sobre la naturaleza del Mundo. Su estudio alcanza un valor incalculable si se tiene en cuenta que han llegado a profundizar hasta la impresionante distancia de los diez mil millones de años-luz, fijando la posición de unas 1.200 radio-estrellas.

En resumen, lo que el profesor Ryle viene a decir, es lo siguiente:

1º. Toda la “materia” –planetas, estrellas, galaxias- se fuga hacia el exterior a enormes velocidades, dejando un gran vacío en el centro. Todo es consecuencia de la “permanente expansión”, que nos domina como una fuerza centrífuga.

2º. Este proceso de dilatación tuvo un comienzo, calculado en los 10.000 millones de años. El origen debió estar en una gran explosión.

3º. También tendrá su fin.

Exclusivamente científica, la teoría del profesor Ryle no viene sino a confirmar la falta de recelo con la que la fe puede encarar las mayores exigencias cuando las especulaciones se basan, a su vez, en la nobleza.

El estudio de los profesores de Cambridge nos ha llevado a revisar el estado actual de la Ciencia sobre la gestación y el ritmo de los sistemas planetarios. Y esto es lo que dicen los grandes hombres de las lentes, lo geólogos y los matemáticos.

PARTIDA DE NACIMIENTO

Cada cinco años, los hombres vamos a las comisarías para dejar las huellas dactilares. Una tarjeta con nuestro perfil, el laberinto de los pulgares y la genealogía, destilarán ya la naturaleza particular de cada hombre.

Como la criatura, la Tierra posee un acta de nacimiento; un certificado al que, en el colosalismo de fechas a que nos habitúan las relaciones del Cosmos, poco afecta la minucia de un millón de años más o menos. La antigüedad de la Tierra va al hilo de este hecho: el uranio y las otras materias radiactivas que contiene, se desintegran en formas más permanentes cuando cruzan la línea de los diez mil millones de años. De otro lado, los fenómenos certificables no autorizan una fecha anterior a los cinco mil millones de años. Entre la friolera de ese cinco y ese diez, hay que situar a nuestro modesto planeta.

A los jeremíacos les vendría bien enterarse de que la Tierra es un astro “muerto” o, cuando menos, agonizante. Sin embargo, lamento echarles un jarro de agua fría diciendo que sólo a ese estado debemos nuestra existencia. Los terremotos, por ejemplo, no son sino leves agitaciones que consuman ese proceso de muerte. Un astro vital, como el sol, supone un índice tan gigantesco de temperaturas y de tal gama de fenómenos violentos que imposibilitan radicalmente la vida.

UN HOMBRE LLAMADO EINSTEIN

Hay hombres que se pasan la vida combinando cifras y solo les queda una leve paga de jubilado. A Einstein, un número, tres letras y apenas un signo, le llevaron a esa fórmula maestra –E = mc2 que se sitúa en la médula de la ciencia actual. El fruto del gran judío melenudo hay que ponerlo, a su vez, como espina dorsal de las teorías que dan consistencia al desarrollo sistemático del mundo. Energía, masa y aceleración, se confabulan en aras de ese portento que es la vida humana ambiente.

Que la Ciencia y la Religión se complementan como dos gemelos, lo confirman las hipótesis y los descubrimientos que dan pie al comienzo del mundo. Todas las suposiciones y logros de los sabios tienen antepuestas a la “nada” como un valladar infranqueable. La sabiduría especula con fuerza desde una evidencia posterior, dejando a la fe la piedra angular de un universo cuya puesta en marcha solo encaja en un plano de lo Superior. Y es curioso como el mundo arcaico y científicamente nulo de los profetas y ese otro actual y preciso de los laboratorios, ensamblan sus puntos de vista sobre el origen del mundo.

UNA GRAN NUBE DE HIDRÓGENO

Las Sagradas Escrituras hablan de unas aguas o abismos primitivos que fueron fecundados por el Espíritu de Dios. Moisés concreta el primer gesto del Ser Supremo en un poderoso aliento al hilo de su “hágase la luz” generador. Esta visión poética se corresponde con la arquitectura que da la Ciencia. Su especulación parte ya de un principio inexplicable. El mundo marcha desde una colosal nube de hidrógeno –el átomo más simple- preexistente, desperdigada por el espacio. En ellas había de contenerse la materia de la que derivarían las otras cosas.

Parte de esta masa gaseosa empezó a contraerse en otros volúmenes, dando ocasión a grandes cantidades de calor. Cada uno de estos volúmenes se correspondería con una galaxia, germen, a su vez, de una tremenda agrupación de estrellas posteriores. El tamaño de estas galaxias podría ser el de billones de estrellas.

Durante este proceso, la energía de gravitación consiguiente estaba libre de ser aplicada al calentamiento de otras masas más reducidas, que se apuntan como raíces de las estrellas. La nueva congestión de astros sólo alcanzó a una cuarta parte del gas de la galaxia. Posteriormente seguirían –y aún siguen- otras contracciones que habrían de motivar las edades de los astros.

EL SOL, UN REACTOR GIGANTE

Hace unos cinco millones de años, en un extremo de las galaxia conocida como Vía Láctea –la nuestra-, se produjo un remolino que dio paso a una concentración más espesa que la que le rodeaba. La nueva nube empezó a configurarse gracias a la gravitación motivada por su densidad y su proceso se hizo definitivo. Sabido es que, a medida que una masa se comprime, se produce un recalentamiento interior que tiende al equilibrio. En esto se fundamenta una estrella. Al retraerse una masa, la consecuencia es el aplastamiento del núcleo. Para evitarlo, el volumen provoca una activación del calor en el eje, del que emanan gases, los cuales, al expansionarse, tienden a equilibrar la fuerza que nos avasalla.

LA TIERRA, UN EXABRUPTO

Volviendo a la estrella en formación –en ese caso nuestro sol-, cuando llegó a una calefacción de 50.000 grados, debieron de producirse unos movimientos de violencia, en el curso de los cuales arrojaría sus sobrantes de gas y de energías de rotación magnética. Este desprendimiento se nutriría de las sustancias residuales de otras estrellas. El gas exhalado se alejaría lentamente por el espacio, con el lógico proceso de enfriamiento. Las fuerzas de gravitación y de rotación del gas en fuga y la atracción del sol, llegaron a equilibrarse en un punto, motivando la puesta en órbita de un planeta, que pasó a llamarse Tierra.

Al cabo de los treinta millones de años, el sol debió de llegar a su máximo de contracción, lo que se traduciría en una temperatura interior de varios millones de grados. Dentro de esta enorme potencia calórica, empiezan ya a cumplirse una serie de procesos nucleares, cuyo resultado es la conversión de los átomos en hidrógeno pesado y, posteriormente, en helio. La nueva fase de energía trae consigo un fenómeno de irradiación. Entonces, parte de la fuerza toma el camino del espacio. En este sentido, el esfuerzo del astro es colosal si se calcula que el sol llega a consumir unos 800 millones de toneladas de hidrógeno por segundo, de las que sólo nos alcanzan unos dos millonésimas partes. El resto se encauza misteriosamente por la amplitud del universo.

LA LUNA, COSTILLA DE LA TIERRA

¿Qué es la luna? Nos preguntamos aquí.

Se cree que hubo un momento en que la fuerza centrífuga de nuestro planeta y la atracción solar se combinarían hacia un gran sorbo del astro rey, que desgajó un fragmento de nuestra superficie. De ser así, el satélite estará marcando un vacío en la gran falta que existe en el seno del Pacífico.

COMO LA LAGARTIJA ES AL COCODRILO

Esta es, a vuelapluma, una síntesis muy superficial del origen del mundo. Nos queda aún inédito el asombro que cabe deducir del colosalismo de cifras en que todo esto se envuelve. Unas muestras. A nuestra Vía Láctea se le calculan más de 100.000 millones de estrellas. La próxima Centauri, una de las más cercanas, dicta la cifra de cuatro millones de años luz (el año-luz se evalúa en unos diez billones de kilómetros). El número de las galaxias entra en los límites de lo infinito. El telescopio de Monte Palomar ha captado una nebulosa que está en una distancia de un número que empieza por 98.608, seguido por 18 ceros, y se dispone a enfocar otra enclavada en unos tres mil millones de años luz. El Cosmos es tan tremendo y maravilloso, que solo cabe mirarlo arrodillado. El español Comás Solá, los resumía así: “Si en este momento se aniquilara todo el Universo y no quedase en el espacio más que nuestro sistema solar, nada advertiríamos; sólo al cabo de cuatro años desaparecería la estrella Alfa de Centauro. Pero el telescopio nos seguiría descubriendo nuevas estrellas que ya no existirían”.

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