Publicación original: Boletín Asociación Amigos de Lolo nº 67, de abril de 2011, cuyo autor es Venancio Luis Agudo, periodista.
Como es lógico, no todas las personas que se dicen amigos de Lolo lo conocieron en vida. Sin embargo, muchas más son las que lo conocieron después de que subiera a la Casa del Padre.
En este artículo, el periodista Venancio Luis Agudo manifiesta su conocimiento acerca de Lolo, digamos, a posteriori de la muerte del linarense universal.
No es poco decir lo que dice aquí Venancio. Y el caso es que es, seguramente, lo que podríamos decir cualquiera de los que conocimos a Lolo después de aquel 3 de noviembre de 1970 cuando fue llamado al Tribunal de Dios y, es seguro, pasó la prueba con nota más que alta.
No tuve la fortuna de conocer a “Lolo” personalmente. Le publiqué artículos en alguno de los Medios de Comunicación que dirigí; pero me llegaban indirectamente a través de agencias de prensa. Le conocí a través de aquellos escritos y, sobre todo, de sus libros, una vez que a él le llevó el Padre común.
Me afilié, inmediatamente a la Asociación de Amigos de Lolo. Soy pues, formalmente al menos, amigo de Lolo. A través de la Asociación he ido entrando en su mundo, he escrito y hablado sobre él con cierta frecuencia. Me siento amigo de Lolo.
Desde el día en que la Iglesia nos autorizó a invocar su intercesión, proclamándole Beato, añadí a mis oraciones diarias la universal jaculatoria para orar a beatos y santos, con un añadido personal: Beato Lolo, amigo, ruega por nosotros.
Hoy por hoy, y provisionalmente hasta que la Iglesia, si lo considera oportuno, le inscriba en alguno de los tradicionales grupos de santos (mártires, confesores, doctores…), Lolo encabeza para mí el grupo de santos amigos. Y me he preguntado si al Beato Lolo le encajaría esta clasificación.
Si algo me impresionó siempre de Lolo, además de sus dos grandes cualidades -la transformación del dolor en alegría y la continua presencia de Dios- fue su benévola y amistosa mirada sobre la gente. Sus escritos son un friso de caracteres sobre los que proyecta una mirada de comprensión y de cariño (amistad): el chupatintas, el minero, la maestra de pueblo, el gerente de una empresa, el médico, el que va en metro o se pone delante de un periódico, el propio periodista… Sobre los defectos y fallos de todos ellos, echa la capa de la comprensión, porque de la corbata o el abrigo para atrás hay solo una criatura que navega con dificultades.
Y, aún a los que socialmente aparecen como los hombres del alma dura, él los mira benévolamente por una razón muy superior: también ese hombre a veces cae de rodillas ante Dios, cuando se quita los lápices y la cartera del chaleco, para echar contigo un rato en el que sólo sea un hombre de rodillas, sin matemáticas en las sienes…
Y todo lo demás de todos sus personajes, es positivo; porque en ellos está Cristo: al minero que sube cada mañana para enterrarse en la mina, le ve pasar desde su balcón como Cristo en bicicleta. Una amistad en la que él cree y proyecta sobre todos, porque vienen del Amigo por excelencia, el que siempre echa una mano: Porque Cristo al que se puede contar las palpitaciones o que siente el cansancio del trabajo del taller, es como un amigo que nos echa la mano por la espalda y nos dice: ‘Aúpa, hombre, que esa tentación es fácil de vencer y se puede ser bueno durante las 24 horas del día’. Y uno levanta la cabeza y tensa los músculos porque son unas fibras gemelas las que lo dicen y dan ejemplo (De un artículo publicado en “Cara y Cruz”, nº27. Marzo 1966)
Desde su sillón de ruedas eleva su oración por la infinidad de gentes sencillas a las que ama y desea que sean santas. Y así invoca a María en su plegaria final de El sillón de ruedas: Siémbranos la bondad hasta llegar a una perfección ’standard’; santos a manojillos: los municipales, las mujeres que van a la compra, las mecanógrafas, las telefonistas y los pobres hombres en sillón de ruedas.
Pero, sobre todo, Lolo creó amistad, enseñó amistad, hizo que la semilla de la amistad fructificase de manera impresionante. El día glorioso de su beatificación dejó una imagen que puso lágrimas en los ojos de los miles de asistentes. Acabado el rito de su beatificación, por el fondo de la gran explanada, un grupo de hombres introdujeron, llevándolos sobre sí mismos, sus restos mortales, ya gloriosos. Eran los amigos de Lolo.
Los que, de niños o adolescentes, se sentaban a su alrededor, le subían sobre una tarima, para que los viera, antes de quedar ciego, con su cabeza inclinada hacia abajo como un crucifijo. Y le escuchaban las lecciones de cómo ser cristiano. Apenas murió supieron que su amigo era santo. Y se empeñaron en la tarea de llevarlo a los altares. Lo han conseguido.
Sí, gracias a ellos, ya somos muchos los que podemos ponernos de rodillas y pedir cada mañana y cada noche: Beato Lolo, amigo, ruega por nosotros.