Es más que verdad que del nacimiento de Jesús todos sabemos, digamos, mucho y más que mucho porque nuestra fe nos pone sobre la mesa lo que pasó, como fue o, en fin, todas las circunstancias que al mismo se refiere. Pero Lolo lo describe todo muy bien.

Todo el recorrido desde Nazaret hasta Belén está repleto de circunstancias, de personas, de acaeceres que nos muestra el Beato de Linares con su característica forma de escribir y de decir las cosas.

En realidad, todo lo que pasó entonces, y que tenemos por verdad acaecida y no inventada, nos es relatado por Lolo como si se tratara de un reportaje cámara en mano. Y es que el periodista, como no puede ser de otra forma, siempre es así.

 

 

Publicado en Vida Nueva, 21 de diciembre de 1963.

 

Belén, año 0

Con el nacimiento de Cristo pasa como con el cariño, que, cuando ahonda y echa raíces, uno salta sobre los rasgos y la fisonomía para querer simple y llanamente, con todo el corazón. En un Dios que se hace niño recién nacido hay suficiente carga de ternura como para dejar a un lado las peripecias. Por eso los niños, que tienen un alma tan virginalmente concebida para el amor, plasman cada invierno su Belén sin importarles mucho los palmetazos de la clase de geografía.

Pero, a su vez, los lugares y los hombres, el momento histórico y los sucesos, se entrelazan para darnos una palabra que también abre su yema primaveral por entre los datos y las estadísticas. El edicto, el viaje, Belén, la gruta y los pastores son, a la par, impacto porque están contagiados de una Presencia que regó de perfume celeste todo lo que fue tocando a su paso.

En la tarde de hoy, cuando miles de pequeños alinean junto a sus padres figuritas y trozos de corcho, el periodista acerca su pequeña labor de arquitectura para colaborar en ese otro dulce y atractivo Nacimiento que conviene a la inteligencia y al sentimiento. La reconstrucción de los hechos, siguiendo a los historiadores, podría ser esta:

EL VIAJE

¡Atención a la cámara; se rueda; primer plano de los pedruscos de un camino abierto en la montaña a punta de pisotones de rebaño. Luego el objetivo se remonta por las patas de una mulilla hasta enfocar a la mujer que monta, en avanzado instante de gestación. Delante, tirando del ronzal, va un hombre joven, musculoso y fuerte. Como todos los que tienen las manos encallecidas, es un varón de silencios, al que sólo reivindica el fruto en el tiempo del sacrificio de las palabras.

Por lo pronto, ahí va la primera acusación: ¿cómo se atreve ese hombre a poner en camino a una pobre mujer que pasa por una circunstancia tan complicada?

No sólo a José, sino a cualquier israelita de entonces escandalizaría esa inquisición que hacemos desde un ambiente de clínicas de maternidad, con ginecólogos y comadronas. Como hoy se afronta “el muro de la vergüenza”, o se enladrillan de barcos las bases de proyectiles cubanos, el desplazamiento de la población hebrea para empadronarse tuvo el carácter de una estratégica manifestación de honrilla nacional.

La orden de empadronamiento de Quirino, por ser la primera, llegaba a Israel con todo el humillante giro de una sumisión oficial. La administración de Augusto no perdía de vista esa crispación del sentimiento nacional que suponía el censo. El encasillamiento de las Galias, en el año 24 a. J.C., le costó, por ejemplo, tres rebeldías, amén de las correspondientes suspensiones.

Cogido de sorpresa, el pueblo mesiánico se dio rápida cuenta de que la orden podría ser vuelta con habilidad y golpear a su vez a los administradores como un gigantesco “boomerang”. Los traslados familiares, aquel imponente trasiego de gentes por los caminos, fue, de hecho, como una manifestación más efectiva que las urnas, las pancartas y los megáfonos de hoy.

De otro lado, hablar de detener aquel desplazamiento era en lo tradicional como tratar de impedir una emigración de golondrinas. De hecho, el pueblo judío, a partir de las tribus, era como unas hiedras poderosas que se extendían conservando la vitalidad, la savia, y la añoranza de sus troncos.

La noticia del empadronamiento debió llegar a Nazaret con el espontáneo clima de marcha que dan hoy dos billetes de ferrocarril. José, con sus virutas, sus serruchos y su pobre casita encalada, era nada menos que un descendiente directo de la más hermosa estirpe hebrea. Toda la sangre de Jacob, Zorobabel, Judá, David, Isaac y Abrahán trasegaba bajo la frente sudorosa y carpintera. Ni más ni menos que María. Belén está por tanto en el pensamiento de la inmediata maternidad, y allá hubieran ido sin el mandato ocasional de Quirino.

De Nazaret a Belén, pasando por Jerusalén mediaban de 120 a 150 Kilómetros. Existía un cauce natural, el del Jordán, pero la piratería había conseguido desviar la circulación por las difíciles y fatigosas rutas de la montaña, allá donde aún no había osado encaramarse la genialidad urbanística de los romanos.

Debieron de tardar tres o cuatro días en el recorrido, durmiendo la mayoría de las veces entre aquella marea hosca y repelente de los trajinantes y el olor a rebaño.

La caminata fue dura y gris, acentuada por el cargamento necesario para una estancia prolongada, pero sobre el cielo del santo matrimonio campeaba la estrella invisible de la elección y las profecías.

BELÉN

Ahora el tomavistas capta por detrás a un pastor que entra con su rebaño en las primeras casas de una aldea. Belén fue siempre un escalón práctico en ese trasiego animal que iba de Jerusalén a Egipto. La gran fuerza religiosa de la Ciudad Santa hacía que el ritual de los sacrificios tuviera su repercusión sobre la economía ganadera. Situada a nueve kilómetros de Jerusalén, nadie podía quitarle un áspero, pobre y maloliente clima de cabaña, que no borraba ni el verdor de las higueras ni la exuberancia de los sicomoros. Por otra parte, su situación, en el límite de la estepa, la mantenía en la proximidad del ganado, que pastaba día y noche al aire libre. Todo el fulgor de su ascendencia se escabullía entre balidos, zamarras y requesones. Los cananeos la habían conocido como “Casa de Lahamu”, y seguidamente, los hebreos la distinguieron con el nombre de “Casa de Pan”. Su gloria, sin embargo, le llegó del establecimiento de la tribu de Efrata, de la que nacería David.

Con María y José a la vista, Belén era un pueblo sin relieve, que no llegaba a los mil habitantes. Pese a ello, en tal ocasión pululaba por sus calles esa contradictoria marea de gentes que va de los negociantes a las familias de sienes encrispadas por un alto linaje que buscaban el timbre de la ciudad mesiánica.

EL ALOJAMIENTO

Para el turista de aquella hora, lo más que entonces pudiera dar Belén en hostelería era un albergue de trashumantes, enclavado en las afueras. De hecho consistía tan sólo en una estructura de paredes lisas y sin techumbre, que autorizaba al almacenamiento sin cubrir de las puntas de ganado. A lo más, en los trozos laterales figuraban unos cobertizos y algunos compartimientos, que se hacían pagar a peso de oro. Lo habitual era el ambiente de cuadras y mentidero del eje del patio, aquella bárbara mezcolanza de tratos, habladurías, haces de animales y dormitar de gentes y de bestias.

Cuando el evangelista San Lucas dice que “no había lugar en Belén”, refiriéndose a José y María, se cuida de añadir en seguida un “para ellos” bastante explícito que está en función de la pobreza de José y del recato de María. Con una bolsa de siclos, al carpintero se le hubieran abierto los cartuchos del albergue y algunas casas de la aldea, como a tantos ricachos del mismo linaje. Dormir entre camellos y tratantes no les humillaba, porque lo habían hecho durante el viaje. Sí, en cambio, la coyuntura de un alumbramiento público, del que no se libraban en las casas de planta y habitación únicas de Belén. Los más importantes fracasos de aldabonazo los llevaron consigo los esposos por aquellas dos virtudes de la pobreza y la castidad que se trenzaron en su matrimonio.

Pero a su vez, José y María pasearon por los caminos polvorientos y las calles empedradas de toda Palestina el gran mensaje de la austeridad y la pureza, tan necesarias entonces. A Israel hay que verle en aquel tiempo bajo un doble clima de prevaricación y despilfarro nacional y religioso. Si de un lado Herodes colmaba la vasija del crimen, las bacanales y el lujo, la minoría espiritual del dirigente que representaban los sacerdotes y fariseos había desbancado sus propios fines y deberes en una multiplicación de detalles secundarios, como las abluciones y ofrendas. Tan barrocos llegaron a hacerse en la interpretación de la ley, que sus manos pulcras, olorosas, casi enceradas, no eran sino la máscara encubridora de la más fétida carroña del corazón.

Los niños que nacen, claro, no hablan; pero Jesús tenía que esparcir desde el principio un airoso y callado mensaje de austeridad, que encontró su ocasión en la bolsa escuálida de José. Pobreza y castidad al alimón hallaron la fórmula de una de las muchas y apartadas cuevas existentes en los alrededores para refugio del ganado.

Allá fueron José y María, con la mulita, y allí encontraron guarecidos a otros animales, entre ellos un buey. José desempaquetó el martillo y los clavos que había embalado con miras a una estancia prolongada y la habilidad del carpintero, junto con la higiene, se posesionaron de un pesebre. Los lienzos jabonosos y con olor de manzana de María se abrieron sobre un montón de paja tibia.

De vivir hoy, San Lucas hubiera sido un periodista de palabras-filón, con muchas luces y muchas aclaraciones. En el Nacimiento, él nos dejó el lacónico y rotundo “ahí queda eso” de que “María le fajó y le acostó en un pesebre”. En el alumbramiento, no intervino ni aun el justo y limpio José. María llenó por sí misma todas las exigencias del caso y el buen carpintero ya empezó a ver la sonrisa brillante de Jesús en la humilde, pero pulcra y honrada pesebrera.

LOS PASTORES

El rito y la materialidad de las ofrendas había creado una forzosa relación entre ganaderos y servidores del templo. De hecho, el contacto no era más que la “entente cordiale” de la negociación. Escribas y pastores se odiaban desde lo más hondo de su corazón. A los legalistas les dolía aquella fetidez en la que simbolizaban los males del espíritu. Los pobres guardianes rechinaban los dientes por tanta hipócrita y falsa tergiversación de la fe. El trato de ellos les había echado sobre las espaldas una reputación de blasfemos y ladrones, pero las acusaciones de Jerusalén quedaban sobrepasadas por las ruines interpretaciones de la ley que se fraguaban entre mármoles e incensarios. Rabbí Aqiba, que había sido ganadero antes que doctor, perfilaba así el trance psicológico de los pastores: “Si tuviese aquí a un escriba le mordería como un asno y no como un perro, porque el asno muerde y rompe los huesos y el perro no”.

Sin embargo, con toda su hosca pelambre de reputación y de palabras, los pastores conservaban intacta y brillante la antorcha de la revelación. Era natural que Cristo buscara aquel difícil y privilegiado candelero. Que la fe estaba íntegra, lo demostró el asentimiento tajante al anuncio del cielo. Tanto los ángeles como el escenario de la gruta confirmaban su habitual clima de sencillez. Por eso echaron a correr desde la estepa para contagiar de paso a los compañeros del “cam” y de las otras majadas. Entre música y confirmaciones mesiánicas, los ángeles punteaban a su vez ese otro mensaje de la tranquilidad a los hombres que gozaban del beneplácito de Dios. Su presencia en sí venía a confirmarlo, y Cristo abrochaba el mismo testimonio en la cueva, sobre el pesebre y en la raquítica bolsa de José.

Días después, la triple composición familiar enfilaba un alojamiento de Belén. Sobre aquella casa se detendría una estrella, no un cometa determinado como se ha querido fijar, sino un lucero con todas las características de milagro, capaz de rutilar a baja altura y de pararse a capricho. Más tarde se acercaría el poso de ciencia de unos Príncipes Magos, de número sin otra concreción que sus tres dones. El oro vino a reforzar una economía escalofriante; el incienso testimonió la alabanza al Dios Santo; la mirra, el ancho y fecundo mensaje del buen sacrificio que se crece sobre la austeridad y la renuncia.

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