Cualquiera diría, y si no que lo piense quien lea esto, que cuando uno recuerda que hace un año que ha perdido la vista no es la cosa más feliz del mundo por lo que eso supone.
Lolo, sin embargo, lo tiene tan claro que, para empezar, ha sabido adaptarse muy bien a tal situación y, luego, ha entrado su fe en juego y eso, se diga lo que se diga, son palabras mayores.
Es cierto que Manuel Lozano Garrido tiene muy claras las cosas de la fe pero en este diario de otoño, de un enfermo, de él mismo, muestra muy bien que no todo lo que, de malo, nos pueda pasar, es insuperable.
Lean, especialmente, el día 19 lo que le dice y pide a Dios… Ahí se ve a un santo.
Publicado en la revista Enfermos misioneros, en octubre de 1962
Día 6.- Farolillos
¡Menudo lío hay ahora en el parque! Antes se asomaba uno y sólo se veía un paisaje solitario de palmeras lánguidas que resbalaban lluvia. Ahora, con este fuego que escupe mi tierra de Andalucía, han puesto en marcha la piscina y por un quítame allá esas pajas organizan cada verbena… Los jueves y domingos, fijo.
Pasa que como la piscina empieza a funcionar a media mañana, y los bañistas, como los lagartos, se duermen al sol, pues ¡hala!, a las once, para reanimarnos, el altavoz y los vocalistas que chillan como descosidos. Al principio, los vecinos que qué bien; que qué divertidos con la música; pero al tercer día, cuando Adela cogió su tabarra con lo de la muela, ya había quien se prestaba voluntario para sacársela de raíz. A las dos y veinte, el «récord» va así: «Me lo dijo Adela», catorce veces; «cha-cha-cha», doce, y los demás por el estilo. De seguro que de madrugada linchan a Adela.
Tengo un amigo que cuando viene en lunes me dice siempre: «¡Qué juergazo corrimos anoche en la verbena…!». Y como a la par suele guiñar un ojo con cara de pícaro, yo tenía unas ganas enormes de saber a fondo lo que era una verbena. Ahora, claro, me las sé de cabo a rabo, como cualquier Serafín, el Pinturero. Lo de la primera noche me dejó tiritando y me callé como un muerto. Estaba como sobre ascuas esperando la segunda, y ni copiada. Y así siempre. Ya, lo digo. Y es que el velatorio del tendero de mi calle fue una bacanal al lado de estas juergas. Ponían un disco y el llorón de Gatica venga a que estaba muy triste; que hay que ver ella, la ingrata… Lo peor de todo eran las músicas, que parecían de premio del Festival de las Lamentaciones. Las gentes ¿qué iban a hacer? Pues anda, a arrastrar desmayadamente los pies, como en una caravana de prisioneros de guerra. Ellas, las pobres, dejaban caer su cabeza, desconsoladamente, sobre el hombro del acompañante, y ellos que hay que tener paciencia, que la vida es así de triste… Las palmeras estaban lacias, desmoronadas sobre el aire, como se queda uno en los entierros cuando se llevan al muerto. Me desperté noventa veces y siempre lo mismo. En una de ellas me dio de pleno el aire del ventilador y tuve una grata sensación de frescura de mar. «Aúpa, macho —le dije—, ¿qué harían de ti si te pillaran los verbeneros?». Pensé lo mismo del botijo, de aquella frescura que colgaba del aro de la terraza, de aquel chorro limpio que ellos miraban a distancia como a un maná lejano y quimérico.
Cuando se apagó el último compás, chillaban como los niños cuando suena la palmada para el recreo. Bajaron a las cinco de la mañana y a algunos se les alegraban las pajarillas de pensar en el descanso. Otros, apuntalaban los párpados como Dios les daba a entender para poder guiñar su ojo de pícaro al otro día.
Día 8.- Problema
La visión de los ojos, la pobre visión de los ojos, sigue estacionada, pero los dolores son cada vez más fuertes. Apenas si pude dormir más que las dos horas primeras. Luego me despertó un dolor que me subía por la ceja, la frente y medio cráneo, y que casi me bajaba hasta el labio. No puedo aumentar la dosis de cortisona porque sudo y ya tengo bastante deshidratación.
Día 14.- Balance
De pronto, ¡clif! Luego, ¡claf! Y al rato, ¡clof! ¡clof! ¡clof!, toda la persiana repicando como un xilofón. Ya está aquí la primera lluvia del otoño. Nació entre fulgores de tormenta y su heraldo fue un violento estampido que vino a barrer toda la cochambre de músicas tristes y chicos vacíos que negocian algo para su interior en una taquilla de imposibles.
Huele a tierra mojada, a luces tranquilas, a nervios templados, a porvenir. Y es que el otoño es, esencialmente, comienzo, siembra y espera. Cada primero de octubre tiene en su eje la aurora boreal de un principio de año. En realidad es entonces cuando reajustamos nuestra vida y entramos plenamente en una nueva actividad.
Octubre tiene esta vez para mí el hito de un aniversario. Precisamente el día tres se cierra el ciclo de mi primer año de tinieblas. ¡Un año, Dios mío! ¡Trescientos sesenta y cinco días de bruma, ocho mil setecientas sesenta horas sin deletrear un libro, quinientos veinticinco mil seiscientos minutos sin otear un paisaje, casi treinta y dos millones de segundos sin comprobar los rasgos de un ser querido. Pero un aniversario como mejor se celebra es con sinceridad. No sé cómo explicar este fenómeno, pero nunca he sentido correr a un año tan aprisa. Bueno, sí lo sé. La realidad es ésta: Dios, Él solito, ha hecho un nuevo y radical planteamiento de mi vida, en el que también juegan las compensaciones. El trabajo grato y fecundo, ése por el que siempre he deseado vivir, me ha llovido en estos meses de tinieblas como en tres de los otros juntos. ¡Si apenas tuve un minuto para encarar el porvenir! Es como si tuviéramos una luz delante de la cara y de pronto no la viéramos, pero tampoco notábamos su falta porque una nueva antorcha empezaba a arder por dentro de la frente.
Día 16.- Confidencias
¿Cómo empezó la cosa? El caso es que, sin apenas darnos cuenta, nos encontramos los dos dentro de un clima de confidencias. Uno contaba, y el otro, que lo mismo. Calcaditos los dos. Uno por el sufrimiento, otro por el trabajo y el sobreesfuerzo, los dos vivimos con una sensación de hombros abrumados; de no ver, aunque todas las cosas sean como un constante centelleo de luces invisibles. «¡Qué cansancio! Y al atardecer ¡si vieras qué mano triste me aprieta el corazón!». Los dos conveníamos también en que esto era muy antiguo, de años, sin que tuviera fin, sin que germinara una tregua. Pero ¿qué había al fondo de todo aquello? ¿Veíamos a la amargura? ¿Éramos amigos de la desesperanza? ¿Nos pesaba la frente, como abrumados por una piedra de culpabilidad? No; en la misma pesadumbre había ligereza; en la misma tristeza sonaban canciones; en la misma oscuridad, titilaba una luz perpetua. Aquello tenía un sabor que ninguno acertaríamos a concretar, pero que daba en el clavo nombrando la palabra Getsemaní. ¡Ay, Señor, cómo se llora bajo los olivares que redimen! Uno de los dos trajo una frase de Santa Teresa, que había leído: «Cuanto menos veo, más creo», y como en el mundo había entrado el mal por el delito contra la fe de un hombre y de una mujer, y la salvación nos ha de venir sin ver a Dios cara a cara, creyendo en Él en esta vida de prueba, resolvimos que estábamos llamados a un camino de fe y que por eso íbamos a elegir como lema la frase de Santa Teresa. ¿Verdad que es bonito eso de creer sin ver? ¡Ay, si fuéramos valientes…!
Día 19.- Corazón
Vino Juan, el médico. «Es que ¿sabes?, me dice, estaba en la consulta, y pensé: “Voy a ir a hacerle una revisión a Manolo”». Me tomó el pulso, la temperatura y la tensión. Estuvo explorándome los pulmones, los bronquios y el corazón. «Bueno, esto marcha; tienes un corazón que es un pura sangre. ¡Qué latidos, si parece el Bing-Bang! Lo que te pasa es que lo tienes tan grande y tan fuerte que casi roza las costillas anquilosadas cuando empuja».
Me gusta este brío y esta grandeza del corazón y quisiera hacer de él un noble símbolo de toda mi vida. Quiero, Señor, latir con fuerza los pensamientos, en las ansias, en los ideales, y que toda esa sustancia de amor que significa la sangre se derrame a borbotones por las acequias de la generosidad y lleve su calor, su vitalidad y su riqueza a todas las criaturas del universo. Yo sé que el mundo tiene una frontera de almas estériles que va por China, el Japón, la Polinesia, Tanganika o el Congo, y que sus vidas sin fe son como costillas anquilosadas. Dame, Señor, suficiente coraje de espíritu para un continuo palpitar de aceptación y de ofrenda, tan fuerte que ellos lo noten en su vida como mi amigo Juan en el fonendoscopio.
Día 20.- Gorrión
«Chacha» nueva. Tiene doce años y yo la llamo «El Gorrión» porque es como un pájaro que aletea y canta jubilosamente por los pasillos. «El Gorrión» y yo hemos llegado a hacer buenas migas. Nos entendemos bien. Ella empieza a comprender mis trucos y yo me hago a su lenguaje convencional. Si, por ejemplo, le digo que ponga algo en el tocadiscos, me pregunta: «¿Cuál, ‘er del deo’ o ‘er del tío del piano’?» Si me inclino por «er del deo» ya sé que oiré la Séptima de un Beethoven que, en la cubierta, tiene un dedo sobre los labios, indicando silencio. «Er del piano» es Paderevsky.
Como el «gorrión» andaba algo floja de escuela, he empezado a darle clase por las tardes. En las matemáticas, que por mi parte no interviene la vista, vamos de maravilla. Suma fuerte y yo la sigo y corrijo. Cuando llegamos al final de una cuenta, me dice: «28. Pongo un ocho y, como no hay más rancho, pongo también el dos». Lo malo es la cartilla, que no sé lo que voy a hacer. No me da resultado que lea un renglón, me lo aprenda y luego ella intente deletrearlo al revés. No se adapta. Debo pensar en algo.
Lo malo del «gorrión» son las «morriñas». Baja a su casa y al día siguiente llora como un recental destetado. Cuando me doy cuenta, voy y la llamo, se pone en cuclillas delante de mí y trato de animarla. Casi sudo, pero al fin le noto como si levantara las alas y al rato canta de nuevo por los pasillos. ¡Benditos doce años!
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
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