Dice Lolo, en esta continuación de su diario, que Dios, a su vez, le dice que debe apropiarse “con alegría de estas horas de Getsemaní”. Y es que lo estaba pasando rematadamente mal aunque supo, más que bien, lidiar de forma satisfactoria con un toro como ése.
El título de este apartado tiene su razón de ser. Y es que Lolo, ante una transfusión de sangre, se ponía “en capilla” que es como decir que se preparaba para la muerte. Pero Dios, que siempre echa una mano, hasta consiguió que volviera a tener ganas de comer…
No todo, claro, iba a ser sufrimiento. Y es que le piden a Manuel que apadrine a una niña y cuando se la acercan se da cuenta de lo mucho que tiene que ver Dios con eso. Y a nosotros, francamente, nos emociona tal momento (al final de todo esto).
Publicado en la revista Enfermos misioneros, en marzo de 1963
DÍA 30. ANEMIA
¡La de cosas que tengo que anotar en el Diario! Empezaré por lo de más interés y así lo chico que sobre, lo dejo para otro día.
Este verano me fui a la sierra a que me echaran un remiendo, pues estaba de “mírame y no me toques”. Allí cogí unas molestias intestinales de aúpa. No había médico, pero como llevaba mi plan, lo puse en marcha y venga con los antibióticos. Pasaban los días y nada, pero ¿quién tomaba el camino de vuelta con 48º en el pueblo? Mi piso -contaban- era una parrilla. Venga; a aguantar hasta septiembre.
Cuando Juan, el médico, me vio a la vuelta, se hizo noventa cruces. Dijo que con cuatro como yo arruinábamos a una compañía de seguros mortuorios. Ojeroso, con las mejillas como la cera, y no digo cuando miraban el revés de los párpados, que parecían pintados con ‘Blanco España’. Me cortó de seguida la indisposición intestinal, pero…
“Mira, no hay otra solución que las transfusiones…”
“¡Lagarto, lagarto…!”. (Lo decía por unas que me hicieron hace tres años y estuve con un zapato aquí y otro en el camino de los cohetes. Que no y que no.)
“Bueno, vamos a hacer una cosa. Te las vamos a poner con plasma, intramusculares (en el vientre), gota a gota y en muy pequeña cantidad. ¿Quieres más garantías?”
Hala, cinco días de pinchazos, a una hora y media por barba. Yo, que ‘qué bien’ y que ‘menudo truco para entonarse y salirse por la tangente de las transfusiones’. Pero luego vino el tío Paco con la rebaja. Aquello y abanicarse en verano con un papel de fumar, calcadito. Como querer sacudirse hoy la ola de frío con la llama de un mechero. A los pocos días, la cara de muerto y, por añadidura, una inflamación “in crescendo” de las piernas. Un buen día, el párpado del revés y como la cal. ¡Qué análisis! Y ¡qué anemia!: una anemia de campeonato, de alumno del “Dómine Cabra”.
– “Mañana a las doce transfusión”.
Y a las doce, como tres clavitos de Pasión, Juan el médico, D. Gabriel el otro médico, y Vicente, mi más leal e infalible banderillero. Antes, claro, hubo que pasar una noche oscura de pensamientos que ni la de Hernán Cortés. Sí, sí; ahora uno se ríe, pero qué ideas de alquitrán las que suministra una amenaza con fondo de huracán y lluvia de inundaciones. Después me dijo Lucy que ella todo lo pensaba como si fuera la última vez que me lo hacía. A su vez, yo también me puse en capilla, preparándome para la muerte con la presencia de Dios.
Las venas las investigaron primero en los brazos. Nada, como raíces de patatas, bien hondas. Como estoy sentado en el sillón, ellos manipulaban en cuclillas. De pronto, D. Gabriel levantó la cabeza y se le fue un grito:
– “¡Pero si estoy viendo una más gorda que una tubería…!”. (Sí, claro, la yugular.)
“¡¡¡Nooooo!!!”
No sé qué me figuraba con esto de la yugular.
– “Mira, Manolo, de verdad que no hay otro remedio…”
Yo tenía muy fresca la impresión de cinco minutos, antes, con Juan, mi médico, echado sobre mi cama, el brazo extendido y un borbotón de sangre que se le derramaba para mí dentro de un bote y nunca podría acercarme lo suficiente a aquella generosidad.
“Si Dios lo quiere, pues, hala”.
Cuando Vicente empezó a trastear en el cuello, en unas posturas de él y mía casi inverosímiles, éramos siete en la habitación y los siete teníamos las gargantas más secas aún por la ansiedad que las tejas que salen de un horno. Esta vez, con la ceguera, me ahorraba la impresión de la sangre, los manteles y las manipulaciones, pero el nudo de todos sí que lo notaba en los silencios. El Sahara, al lado…, la salida de una escuela. Y de pronto se oyó como el escape simultáneo de seis fuelles: “¡¡¡Yaaa…!!!”
Primero inyectaron cortisona, que evita la reacción y me vino de perilla para los dolores. Y empezó el goteo: un lento y casi infinito dejarse caer la sangre que le daba la razón al melenudo Einstein y su relatividad. ¡Qué minutos de tortura y cómo los envidiaba yo para mis ratos de trabajo!
Luego hubo que guardar los treinta minutos de cuarentena que garantizan la falta de complicaciones.
¿Hay que decir que la preocupación, o el miedo, los tuvimos sobre nuestras cabezas como esa chicuelina que da la muerte con su capa negra? Pero, a su vez – lo tengo que hacer constar-, aquella era una agonía con callejón de salida, con cauce a la Esperanza. Los lazos de sangre y del instinto ligaban dura y fuertemente a la tierra, pero en el mismo meollo del escalofrío se crecía y revoloteaban las alas de un ángel feliz. El pionero de la muerte vestía de blanco y sonreía. Era una muerte con aire de juventud y de música. Nada en él ni en ella hablaba de decrepitud. Todo -¿cómo lo diría?- respiraba un aire de balbuceos de recién nacido, era como una promesa de vida mejor, como un tirón hacia la Vida. Aquel niño eterno se llamaba Cristo y estuvo en la dulzura de los que manipulaban los frascos y las agujas, acariciando el dolor de las venas hinchadas y las cicatrices del sufrimiento humano y espiritual. Cristo: ¡qué esfuerzo el tuyo y cómo te creces en fortaleza dentro de las mismas raíces del sufrimiento!
DÍA 4. FARO
Hoy comulgué en la cama. Es que me acuesto antes por lo de la inflamación de las piernas. Vino Don José y, con la luz artificial, me di cuenta que ya no le veía. Antes notaba los bultos y las manchas oscuras de los cuadros, pero, ahora ni eso. Si acaso, ayudándome con suposiciones y ruidos, noto algo el movimiento de las personas. Hice un esfuerzo, miré hacia donde yo creía que se encontraba la mesa-altar y sólo vi, muy amortiguados, los destellos de las dos velas encendidas. Eran como dos botones de nácar con luz. Mejor aún, como dos pequeños faros marítimos que taladraban la densa marea verde-amarilla de mis ojos. Durante todo el rato, la luz se mantuvo viva, firme y aguda, como en la insistente y penetrante función de lanzar un mensaje, algo así como si alguien estuviera diciendo en ella: “Ahora te toca vivir el Pentecostés de la Fe. Día y noche te visitarán las tinieblas, pero Yo necesito que te apropies con alegría de estas horas de Getsemaní. De cada Oración del Huerto brotan en el mundo noventa esquejes de cumbres de Tabor. Acepta así y calla; tras de cada nube rutilan siempre las dos órbitas mías que garantizan el Amor”.
DÍA 7. HAMBRE
Hoy ha sido la cuarta transfusión. Dijeron que una o dos y resulta que van a ser ocho. Ya, como coser y cantar. Y lo curioso es que lo de la yugular se ha dado tan bien que ahora siempre se vienen derechos a la garganta. Lo bueno es que a mí me da igual, porque en ese sitio no suelen ser muchos los pinchazos y no pasa como con el segundo día, que nos empeñamos en los antebrazos y a la hora hubo que volver a donde siempre.
Por cierto que menudas ganas de comer se me han abierto… ¡Con lo melindres que yo soy…! Entendámonos: yo como todo lo que haya que tomarse y permita la digestión, pero siempre sin ganas, por obligación, como el que saborea algodón. Ahora eso de comer con apetito, con gusto, me parece un paraíso. Apenas si lo he hecho tres veces en más de veinte años.
Comparar el cielo con la comida no es una irreverencia, ya que Cristo echaba mano de la comparación de los banquetes. Lo que quisiera decir es que veinte años de privación de una cosa es así como venir al mundo con ella, una especie de ceguera de nacimiento del paladar. No es que diga que allí nos demos buenos guateques de langosta y patatas fritas, pero sí de gracia de movimientos, de delicias de paisajes, de perspectivas de convivencia y amor a Dios y al prójimo, que es de lo que aquí está uno en ayunas por el aislamiento de la enfermedad. Mientras nosotros sufrimos, los ángeles camareros van preparando buenas raciones de consolación, de gozo, de dulzura, de plenitud de gloria, de Amor, de infinito y radiante Amor.
DÍA 9. APRENDIZ Y LAZARILLO
No sé cómo hacer para que nadie se entere del proceso de mi vista. Porque conozco la mirada desvaída de los ciegos, esfuerzo los ojos en las conversaciones, concentrándolos, pero, de vez en cuando, la inseguridad me traiciona. Anoche mismo, tenía a mi hermana al lado, junto a la mesa camilla. De pronto oí un ruido, creí que se marchaba y quise seguirla con los ojos. Como no se había movido, desde el asiento ella acusó y siguió dolorosamente mi equivocación. “Fíjate y ten en cuenta, Señor, las torpezas de mi aprendizaje. Marchar por el camino de las tinieblas es como arrastrar una zarza por un sendero, que a todos hiere. Ven Tú y que yo me agarre a tu hombro de lazarillo para que el dolor de esta hora sea un secreto que quede a medias entre ambos”.
DÍA 11. PASTOR SIEMPRE
Noticia para meditar de cara a la Semana Santa. Durante las últimas riadas, un chavalín pastor, comprovinciano, notó la falta de un corderillo y salió en su busca, de noche y con el azote de la lluvia. Cuando lo encontraron, al día siguiente, había perecido en el desbordamiento del río y entre sus brazos apretaba con fuerza al corderillo de sus desvelos.
De la noticia me quedo con la ternura. “Tú -zagal y Dios chavalín- descolgándote por los cielos para todos los que nos perdimos en la noche de la culpa. La Cruz, ante todo y sobre todo, Amor; brazos tuyos que se tienden, protegen y salvan en el aluvión de la vida”.
DÍA 14. BAUTIZO
Transfusión número siete y una grata sorpresa. Un amigo que quiere que yo le apadrine una hijita. Le digo, claro, que sí. Bueno, pues la han cristianado mientras a mí me trasteaban los médicos y luego la acercaron para que la conociera. Le indiqué a Esteban, el padre, que me la aproximara un poco y él va y, con todo cariño, me la pone delante de la cara, mientras dice: – “Aquí la tienes, Manolo, ¿no oyes y no te llega su aliento?”
Me impresionó aquella genial inspiración de padre. Era verdad: aquel soplo menudo, incapaz de apariencia de apagar una cerilla, no era otro, de hecho, que el imponente soplo del Espíritu de Dios, capaz de volver al mundo como un calcetín y que llegaba a nosotros bajo la envoltura de la inocencia bautismal.
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
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