Continuamos con el diario de este enfermo que es Lolo. Sin embargo, en la parte correspondiente a la Navidad de un año como fue 1962, las cosas parecen cambiar un poco.

A parte del recuerdo triste de la muerte de una hermana de Manuel, todo es alegría en este texto y, podemos decir, que diera la impresión de que el dolor se ha apartado a un lado para que la celebración sea, en realidad, un traer al mundo otra vez al Niño-Rey del mundo.

Todo en este texto abunda en lo gozosa que es Navidad estirando el día del nacimiento de Dios hasta los Reyes Magos que, como no puede ser de otra forma, traen la ilusión incluso aunque sea con juguetes ajenos…

 

Publicado en la revista Enfermos misioneros, endiciembre de 1962

 

La Navidad, en equipo

Día 23.- Anuncio

Conferencia por la mañana temprano: que mi hermano, con la mujer y los tres chicos, viene a pasar la Nochebuena con nosotros. En los veinte años que va durando la enfermedad, sólo una, la segunda, la he vivido algo más allá de ese círculo cotidiano que formamos mi hermana y yo. Incluso la chica se va a pasarla con la familia. De hecho, no sé cómo resumir nuestras Navidades, porque en lo exterior apenas si remonta los días normales más allá de la colocación de unos adornos alrededor de un leve Misterio. Pero la verdad de Belén no está en las luces y la algarabía, sino en ese otro clima de silencio y aspectos humildes que elige para nacer el futuro Redentor. Y, claro, la Navidad, así, puede y debe estar en casa y en todos los hogares. Por eso, si los sucesos van a hacer más ancha la Navidad este año, nosotros nos sumamos con gusto a ese ángulo feliz que es la comunicación de la alegría y la felicidad cristianas.

A las diez llegaron mis hermanos, y ahora lo que en la habitación llueve son las palabras; palabras y palabras, noticias y proyectos que duran hasta las dos de la madrugada. Esta noche el silencio entra al fin a regañadientes, molesto por su largo castigo en el zaguán de la escalera.

Día 24.- Navidad sin ladrillos

Dudo que abunden tipos de tanto valor como mi hermano José María. De pequeño, mofletudo, gordito él, descubrió la fecunda postura filosófica de la calma frente a la vida a fuerza de rechiflas y chirigotas. Confieso que, cuando salíamos juntos, yo buscaba la trinchera de los portales para protegerme de las ofensivas de los chavales, pero él no, porque le bastó siempre con las espaldas que se apoyan en una pared y esa órbita de seguridad que concede una pierna voluminosa lanzada al aire de una volea. El giro de su vida cabe simbolizarlo en aquella actitud de chico siempre sentado e impasible, como un pequeño Buda, en la tartana de los exploradores, cuando íbamos de excursión y los kilos se le negaban a las caminatas. Las canas que le apuntan están así enriquecidas de momentos sensatos y felices. Sé que a él le pirra la cordialidad y en esta mañana de Nochebuena confronto que, como buen perito de minas, la búsqueda de las vetas de la felicidad que hay en la tradición ha sido la que le llevó a pulsar desde Madrid el acelerador. Como hoy es domingo, han ido todos a misa en el coche y de paso se han traído las cosas del mercado. En realidad, la salida no era más que una justificación para visitar los puestecillos de belenes, esos mismos que tan tenaz e ilusionadamente recorrimos de pequeños. Por la escalera acuso al fin el escándalo del regreso. Lo que a los peques les entusiasma es el estreno de una Navidad desconocida. Gallegos hasta el flequillo, en sus caras se dibuja esa mezcolanza de torpeza y deseo a la vez que les crea el áspero y difícil manejo de la zambomba. Entonces, Pepinuno, ya padre, vive su gloria de cabeza de familia iniciándoles en el ritual. Al hijo, al primogénito que continúa los apellidos, no le consiente más que el carrizo y la moña de colorines. José Mari, el peque, muy en la trascendencia de su papel, entra pronto en situación con la saliva y el ronroneo de la caña. Y es de este modo como la permanencia se asegura.

De hecho, el que verdaderamente vuelve a hacer su aprendizaje de las cosas soy yo. En los postres, por ejemplo, descubro todo el acervo de sensaciones que se encierran en el misterio de los turrones con llave. Con los chicos en casa, hoy ha tenido que funcionar una cerradura potente. En la sobremesa me anoto el triunfo de levantarles la veda a los chavales con la inauguración oficial de los polvorones.

Luego la tarde se va en comentarios y preparativos. Cenaremos, o cenarán, porque yo lo he hecho antes (por la digestión) en mi cuarto, que es amplio. Cuando termino de acostarme, en los pasillos hay un latido de zambombas que difícilmente se amortigua. Confieso que el olor a pavo caliente no me acerca todavía ni un ápice del encanto de la Navidad, pero el sortilegio ya empieza a florecer con las figuras, los adornos y el ancho perfume de las ramas.

Durante la cena me fijo en que la Navidad tiene un seguro de alegría que está sobre todos los accidentes. Esta noche, por ejemplo, nosotros tenemos dos peripecias que emborronarían la festividad aplicándole el concepto normal de las cosas: mi enfermedad y un penoso aniversario. Yo estoy bajo las mantas, apenas a dos metros de los manteles, y hasta por la colcha salpican las alegres burbujas del champán, pero, de hecho, nada puede encubrir la violenta postura del dolor. A su vez, en esta misma noche se cumple el aniversario de la muerte de una hermana. Su tufillo negro, nadie puede evitar que se enrede por entre los manteles. Pero la muerte, precisamente en esta noche de Vida, alcanza todo su valor ultraterreno. Cada uno pasa, a su vez, por la mente aquella película de bondades, virtudes y sonrisas que fue la vida de nuestra hermana. Su llamada en esa hora de luces, de amor y de blancura la consideramos como el privilegio de un natalicio para el cielo. Es así que de este modo hemos colocado allá arriba el simbólico Mesías de uno de los nuestros.

Por mi parte estoy sumergido en este baño de cordialidad que le pone al dolor como una corteza de caramelo. El amor rebulle esta noche en siete belenes íntimos. Y como el amor es todo un puro milagro, se acerca y, sencillamente, como son los milagros, rasca y enciende la estrella de una nueva encarnación. Son las dos de la madrugada, la hora del aniversario. Alguien, muy cerca, apenas tras la linde de unos ladrillos, vive en cierto silencio su momento de tribulación y de morriña. Mi hermano, tronco del gran árbol de la familia y hombre de palabras y ocasiones fáciles, se nota en el corazón todo el vigor de la savia que desciende de lo alto y se adelanta con ese querubín de paz que es el brazo por los hombros. Se lo trae y luego, en la madrugada, ya sí que repiquetea en el champán la alegría del genuino amor al prójimo.

Día 25.- Villancicos con gaita

Inesperadamente, casi por acuerdo tácito, la mañana ha cobrado un amplio giro de celebración gallega. Ahora es un tronco de mujer el que reverdece su tesoro de un Niño que siempre le nació entre risas y arcones que huelen a manzanas. La nostalgia ha tirado de todo ese fluvio de los «alalás» y las muñeiras. A mí, que me encanta la ternura que se remansa sobre los prados de la verde y lejana Galicia, me maravilla el arco iris de esta fiesta del amor que se cimbrea y rutila hoy por el ancho azul de la tierra. ¡Ay, Cristo, cómo fuiste de universal y generoso! ¡Cómo nos luces en esperanza sobre un mundo de blancos, negros y amarillos, con civilizaciones o tantanes; lo mismo da!

Mi cuñada va y viene con los preparativos del regreso, que es por la tarde. De vez en cuando llega hasta mí, que ocasionalmente estoy solo, y me canta, con voz apagada y temblorosa, unas canciones que tienen un inefable sabor a cuna. El «Negra sombra» o el «Si vas a San Benitiño» me huelen extrañamente a villancicos, como también los poemas de Rosalía, esos versos que ella, pacientemente, va descascarillando como las almendras de la Navidad, para el puro deleite de mi corazón.

A la tarde, la marcha. Como «souvenir» va en la trasera del coche la última desportillada zambomba.

Día 31.- Llamada a medianoche

A mí el Año Viejo ni fu ni fa. Me huele a laica envidia de la Navidad. Le tengo alergia a las uvas, a las serpentinas y a los «confetti». Me saben a máscaras, a hipocresía. Por añadidura, en el Año Nuevo tenemos otro funesto aniversario: la muerte de mi padre. Por eso, la sopita y «a las diez en la cama estés». Como habitualmente se madruga, pues ea, se me ha ocurrido una cosa: mi hermana se va a misa de medianoche y así mañana nos levantamos más tarde. Se lo digo y se niega en redondo, por no dejarme a solas, pero le garantizo mi sueño hasta con la pequeña y rarísima dosis de un tranquilizante. Al fin accede.

Con lo que yo no contaba era con los tabiques como papel de fumar. La gente lleva muy a pecho lo del talismán de las uvas. A las once y media me viene del piso de al lado algo así como una mezcla de terremoto de San Francisco con zapateado y melopeas de Manolo Escobar.

A las doce menos cinco se cuaja en toda la vivienda un complot de silencio; preparan las uvas. Yo estoy quieto bajo las mantas, desvelado en las anchas tinieblas de la habitación. Y de pronto, surca el aire de la ciudad el estampido de un cohete que tira del ovillo de la algarabía. Mientras campanea la radio pienso que en esta barbacana de dos años lo que estoy es aislado por una frontera de carcajadas. Por suerte, las barreras no valen para lo alto y yo tengo el escape libre del corazón. Y resulta que, sin premeditarlo, estoy rezando. Por todos los puntos cardinales del dormitorio se levantan ahora unos como latidos que acompañan y acarician. La esperanza ¿puede estar ajena al fuego de la intimidad? Al filo de la madrugada, rezo encarando con valentía el laberinto del futuro. ¿De dónde me vino esa fuerza de las pupilas que afrontan sin temor la esfinge del porvenir? Ni la gravedad, ni las tribulaciones, ni la misma muerte tocan las raíces de este vivero con 365 árboles de esperanza. Y es que, Buen Dios, Tú eres así de vitalmente comunicativo, de mágicamente transformante.

A las doce y cinco repica el teléfono. Toca con insistencia, con cristalina terquedad mensajera. En la otra parte del hilo, alguien entiende al fin y cuelga. El anonimato me deja con la quemadura de la curiosidad, pero lo bueno es que he podido acusar el mensaje espiritual de la madrugada. La voz que no habló me garantiza el tesoro de esa compañía que es la fraternidad, el cariño y la amistad de los hombres que se hermanan en Cristo.

Día 1.- El santo

Quién llamó anoche era Paco, que telefoneaba para felicitarme el primero. Cartas, regalos, tarjetas y 49 visitas. A la noche, dos aspirinas.

Día 5.- Reyes con canas

¡Ay, qué de sorpresas traen los Magos de por vida! Quién me iba a decir que, al cabo de los años, había de estar hoy, con idéntica ilusión que un pequeñín. El vecino de al lado quiere echar la casa por la ventana con los Reyes de los dos chavales. Lo menos lleva diez días comprando y guardando cosas. Como las viviendas son relativamente chicas, el hombre ha pensado en traer las cosas aquí y nosotros las vamos metiendo en los armarios. Toda la casa conspira por su ilusión. Le guardamos las escaleras, las entradas y el maravilloso secreto de su largueza. Bajo llaves hay un rancho, un parque zoológico, un «pegaso», un moisés, cierta escobita, el muñeco de carne y una cocina minúscula de butano que es un portento de fidelidad. Por la noche, cuando él se va, no hemos podido evitar que el niño que duerme en cada uno tire a su vez de la ilusión. Uno por uno los vamos sacando hasta cuajar una pudorosa tentativa de juego. El pepón y la patineta de nuestros pocos años se achican por la leal imitación de la batería de la cocinita. Y es que los niños son así de profetas y adivinadores, al descubrir esa raíz divina que Dios ha sembrado por la tierra con la naturaleza espiritual y eterna del hombre.

Me he metido en hacerles unos ripios a los chavales, dándoles consejos como si fueran de Melchor, Gaspar y Baltasar. Por la mañana vinieron y me estuvieron enseñando los juguetes uno por uno. Luego me recitaron de memoria las «aleluyas» y mi sorpresa fue cuando empecé a notar en ellas el tono de un algo diverso y genuino que me reprochaba mi sonrisa y mi «cáscara» de conspirador. ¿Qué te crees tú, hombre, que los Reyes se fabrican como las novelas policíacas? Anda, escribe y a ver de dónde te sacas ese milagro que hay en el corazón de los niños.

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