Es algo muy particular de Manuel Lozano Garrido tomar determinada realidad que ocurrió hace muchos siglos y trasplantarla a la actualidad con realidades de ahora mismo. Y eso es lo que hace con este artículo, ya, desde el mismo título.

Aquella primera Semana Santa tiene su ahora mismo en el tiempo de Lolo y en el nuestro. Así, algunos de sus personajes tienen su otro en los días que corren dando sentido a todo lo que fue que, en el fondo, sigue siendo.

Y es que Lolo dice, al final de su artículo esto: “Lo que la Pasión pide fundamentalmente a la mujer es su corazón gigante, maternal y sufrido. Sin él lo demás será superfluo, artificial y ficticio.” Y eso es lo que es, exactamente eso.

 

Publicado en el diario “Jaén” el 7 de abril de 1953

 

Ninguna civilización como la helénica ha sabido dar vida al conflicto de las pasiones y los destinos que se desbordan. Con ella, toda una teoría de situaciones fue encasillándose en eso vivo, vigoroso y expectante que es la tragedia griega. Maestros, llegaron a utilizar las posibilidades masivas en ese vértice que es la intervención del coro. Sobre un fondo de lamentaciones y presagios, el coro preludiaba, acentuaba y coronaba todo lo que de épico y grandioso había en la odisea de los protagonistas.

Con todo, la tragedia más desgarradora e impresionante de la Historia no tuvo un escenario de mármoles, sino la áspera línea de un calvero y el trazo infamante de una cruz. Jamás podrá ser igualado el trance del Dios Único, conducido hasta la afrenta por un cúmulo de perfidias y bastardías.

Pero a su vez, la de Cristo no fue una tragedia cronometrable. De siempre, ahora mismo, chorrea su sangre por los codos de nuestras infidelidades como esa rosa que se deslíe en la tarde redonda de la primavera. De aquí que si la Pasión quedó en el tiempo para nuestra salvación y nuestra gloria, a su lado viva también ese algo armonioso y firme que es el coro trágico, al que nuestra hora ha dado el perfil de los hombres de hoy.

He aquí algunas figuras de ese gran coro que acompaña y compadece en la plástica de la tragedia redentora.

El niño

La Roldana y Salzillo, Juan de Mena y Gregorio Hernández, en la gubia que daba paso a sus Cristos alucinantes tenían siempre las asombradas pupilas de un niño. Y las manos de Pérez Comendador o Víctor de los Ríos recrean ahora con el mismo gesto cándido de las caricias a los inocentes.

Y es que en la imaginería hay un destino de corazones de cristal. Lo que para el hombre es necesario, los caminos de persuasión, el niño lo vive ya en una escalofriante atmósfera de prodigio. La intrepidez con que se da está más cerca del Credo que de la apologética. Porque, en suma, la eclosión del pequeño no es sino la gran apertura de la fe; esa fe, hermana del milagro, que él simboliza. Así, a unos ojos puros que se empañan, que nadie le diga que el piélago cárdeno que amorata las costillas de un Cristo se lo dio el pincel de un artífice. Más creerá al testimonio de sus sentidos, y estos le dictan el estallido del látigo o el caudal que mana del tórax del Crucificado. Con el niño no valen figuraciones ni metáforas. El Cristo que rezuma dolor entre pabilos de cera es el mismo, y en el mismo momento, que entonces sudó y ahora transpira gotas amargas cara a la noche oscura del olivar. La verdad es solo esa, y ahí está el secreto de su vehemente entrega a la Pasión; un secreto de participación con el Hermano, el Gran Inocente de la Historia. ¿Por qué extrañar así la suma de sacrificios voluntarios que aporta a la Semana Santa? Su primera vela la hará para, en la madrugada, ver a la Soledad. A su vez, el primer amanecer tiene un claro temblor de lirios nazarenos. Y ¿por qué actúa esos días con tan innata y asombrosa sabiduría? Cuando calla, contemplativo, en los graves momentos pasionales, ¿no está rondando el misterio y la teología de la Cruz? En sólo dos circunstancias da cauce a su alegría, y éstas son: la apoteosis del Domingo de Ramos y esta mañana de Gloria en la que acecha el silencio opresivo de las campanas para hacerse el heraldo de la Resurrección. ¿Es casual que en ellos haya otras tantas motivaciones de fe?

El penitente

Judas claudicaba y los Boanerges cosían su sueño al tronco de los olivos. De los doce, ocho se escabulleron, y el gallo le clarineó a Pedro su cháchara de renegado. Dolorosamente necesitaban ser curados por la humillación. Sólo cuando palparon su carga tumbativa, cuando acertaron a renunciar, Pedro y Santiago, Juan y los otros alcanzaron la luz del triunfo.

Ahora, en las noches de abril, hay un punto un caperuz de oro, de violeta o de púrpura. Oro, violeta y púrpura dicen del amor y el espíritu de renunciación y martirio con que el alba de los días sacros debe sorprender al penitente.

El hombre que viste la túnica es como una certera conjunción de símbolos. En su presencia tenaz, junto al paso, hay, primero, el terco “estar” confesor de los once que intentan ahora borrar la fuga con su profesión valiente. Pero los apóstoles tienen ya experiencia de su limitación, y por eso su olvidada personalidad bajo el caperuz, su humillación. De lo contrario, ¿resistiría el orgullo la mirada incisiva de Cristo? Por añadidura, la unión les crea un ámbito de comunidad orante, y la plegaria –humildad, reparación- cobra así sus virtudes más eficientes.

Como en los doce, el penitente está llamado a una irradiación renovadora. Si no lo cumple, si su camino es uno más sobre el asfalto, será porque bajo el oro, el violeta o la púrpura solo habrá una insípida estatua de sal.

El costalero

En el coro actual de la Semana Santa hay también otro hombre crucificado. Cada clavo de Cristo perfora además otras manos y otros pies, y la áspera costra del madero rotura, a su vez, hombros que no son nazarenos. El costalero es un doble de Cristo. Mas su Cruz, ¿es idéntica a la del Galileo?

En la vida de tres hombres –Simón de Cirene, Dimas y Gestas- el destino entrecruzó un día los andares de un Desconocido. Aquel caminante trajo afrentas y sangre no buscadas. Con los tres, el costalero centra el sublime misterio del dolor.

(¿Quién pecó: este o sus padres?”) ¿Merece el vía crucis que es su vida el añadido abrumador –avasallador- del trono, la luz omitida y el sudor viscoso bajo las andas, mientras que delante todo es fasto y luminaria? Mas no: en las raíces de su dolor el costalero tiene también la fórmula salvadora: “Esto se hizo para que resplandezca la gloria de mi Padre”. Es así que él es el hombre que más cerca está de la Redención, a solo un gesto que le salve y le lleve a la fecundidad. Un simple monosílabo de aceptación y su dolor habrá revertido sobre toda la comunidad cristiana, Pero el “sí” del costalero sólo se oirá cuando el amor –la caridad ajena- le haga ver en la dura carga de sus hombros algo más que una pesada estructura de madera. Si calla, no estarán lejos de su silencio los que sólo vieron en él los músculos a sueldo de un forzado. Si en vez de ser Simón o un Dimas o Gestas, ¡ay de los que hasta allí le llevaron!

La mujer

Se dice que el hombre es parco y temerario, mientras que la mujer es temerosa y habladora. Hasta se ha pintado, a la eternidad como una sabrosa despedida de mujeres. Y, sin embargo, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, los cuatro cronistas más fidedignos de la Historia, parece como si se gozaran en trasponer los conceptos. Los íntimos, los elegidos, llenan las columnas de sus relatos con unas protestas de heroísmo que se derrumban a la hora de la verdad. De las mujeres no hay ni un diálogo ni una frase, pero ¡qué patética, qué impresionante, qué temeraria su presencia junto a la Cruz! Ellos conocieron la apoteosis; ellas la secundaron en la adversidad.

La verdad es que, habitualmente, la mujer no desmiente su fama. No obstante, hay algo que posibilita el milagro: la presencia del sufrimiento. Ante el dolor, la mujer no tiene otro lenguaje que la inmolación sin cortapisas.

A las Santas Mujeres las perpetúan hoy esas otras que, con velos de luto y su lámpara ardiente bajo un estallido de luceros, intentan consolar la piedad de María. Con toda su barroca estampa, la mantilla es como un hallazgo de equilibrio compasivo. Negra abundante, nadie puede negarle un carácter de luto. Remachándolo, ahí está la peineta, para que ondule como una bandera a media asta. Pero el Calvario fue excesivo para la Madre y el Hijo, y el tejido se ahíla y florece en blondas consoladoras. Alegre y bulliciosa, sólo bajo este ángulo de estabilidad, la mantilla encajó en el ciclo doloroso. Lo que la Pasión pide fundamentalmente a la mujer es su corazón gigante, maternal y sufrido. Sin él lo demás será superfluo, artificial y ficticio.

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