Hace apenas unos días publicamos en esta santa casa el primer artículo, de esta pequeña serie de dos, referido al pintor Rafael Zabaleta que Lolo publicó en su día. Y hoy mismo hacemos lo que debemos hacer publicando la continuación de tal artículo donde el Beato de Linares redondea el análisis que hizo en el primero.

“La moza, el niño y el hombre”, “La vieja y el gato”, como ejemplo de aquello que llevó al mundo el corazón de Rafael Zabaleta muestran a la perfección el sentido esencial y arraigado en el corazón de aquel pintor de la sierra, de las altas cumbres del ser humano que Lolo tan bien retrata.

Es cierto y verdad que Manuel Lozano Garrido hace un retrato (dado el tema del que tratamos) muy parecido el monte mismo, a las personas que ocupan sus campos y sus casas. Y, ciertamente, nos viene la mar de bien para adentrarnos en un pintor del que, como mucho, conocíamos el nombre…

 

Publicado en el diario “Jaén” el 23 de junio de 1964 

 

LA FIEREZA Y LA TERNURA

Ahora, os pido que, si os fuera posible, os situéis ante uno cualquiera de sus cuadros. Al principio, detener un poco la sorpresa y el asombro, porque lo que vais a ver son unas figuras campesinas de rasgos enérgicos, aparentemente duros que trabajan o que descansan, pero que os dan siempre la cara desde el primer plano sin paliativos. Mujeres con una criba, hombres que aventan, niños y viejos de aldea en días de labor o en fechas de romería; toda la superficie estará dominada por una rusticidad feroz. El paisaje de una fauna, en la que predominan la cabra montés y la alimaña, contribuyen a dar fuerza racial a aquellas criaturas, compuestas por añadidura, dentro de un esquema simple, de colores rotundos sin mezclas, que van enladrillando los planos como un trabajo de artesanía.

Si analizáis vuestro asombro, habréis de ver que de donde os viene es de unas figuras sin mixtificar, de rasgos duros, porque dura es la lucha contra la Naturaleza, pero que tienen una inmensa ternura al fondo que les irradia por entre la barba erizada, las manos torpes y los grandes ojos que miran ancha y confiadamente. ¿Quién ha dicho que la ternura tiene un molde obligado de confitería? Un campesino, por ejemplo, abraza a su hija con el mismo gesto que a las gavillas en la siega; pero ¿es que no cabe también pensar que a la mies se le acaricia con la misma ternura que a los hijos?

LA FÓRMULA DE LO RACIAL

El gran éxito de la pintura de Zabaleta está tanto en la grandeza de las criaturas que retrata como en las virtudes y la herencia que representan. Son figuras con poso de siglos. Su contextura es la de una raza que se decanta y se solidifica.

Lo que más destaca en las cosas del pintor de los humildes, el García Lorca de la Alta Andalucía como se le ha dicho, es la verticalidad de sus criaturas, la simetría, el orden, la tendencia geométrica y la simplicidad de los colores. En realidad estas características no eran sino matices de un principio fundamental; la arquitectura. Esa edificación meticulosa de cada lienzo, con sus hombres-eje, los cuerpos equilibrados y la armonía de masas, hacen pensar en un ciclo original del mundo, con su amanecer de gracias y el hombre reinando en la grandeza del séptimo día. En Zabaleta la arquitectura era como el fervor y la veneración por una humanidad milagreada por las manos de Dios bajo el pensamiento de armonía y servidumbre. Arquitectura de generación la hay en todos los personajes de cada cuadro. El zagal que, por ejemplo, se encarama hasta el lugar geométrico de “La moza, el niño y el hombre”, es un cuerpo de confluencias históricas, amasado por un cúmulo de herencias que van desde la gachamiga diaria hasta el traje de colorines y la religiosidad sangrienta en la tarde de romería. En la anciana de “La vieja y el gato” -con los ojos nuevos y dilatados del felino en contraste con la órbita menuda, de fuego que se enceniza, de la mujer— se ha hecho carne toda una posición española de impasibilidad ante la muerte.

La verticalidad de los personajes era como la del árbol: la abarca enquistada en la tierra –raíz- con la savia histórica fluyendo por el tronco y madurando en las órbitas. La quietud o el hieratismo eran como el zumo de la España en cruz, ascética, ya santificada en su aire de vidriera. Las figuras en primer plano recordaban e insistían en el viejo y consustancial realismo español.

Con la geometría del dibujo y el trazo grueso, lo que Zabaleta pretendía y realizó en su modo de un modo maravilloso era captar y dejar prendidas las esencias espirituales de su mundo. Las superficies las enladrillaba con la misma unción ritual que la trenza de esparto o el vidrio de forja de los campesinos. Aún con todo, el color venía a ser como un compendio maravilloso de aquellos prodigios. Los tonos simples, a veces salidos directamente del tubo, eran como un contrapeso al dramatismo de las figuras. Tenían una virginidad de arco iris y reflejaban esa gama que va desde el optimismo a la fe, pasando por la alegría y la esperanza. Tomados a solas, sus colores detonantes llegarían a escandalizar. Sin embargo él los usaba y lo que salía era una canción armónica. Lo que con ellos quiso era recoger esa misma simplicidad de colores reflejo de su alma elemental. El color, así, alcanzaba esa alta categoría de un soneto de siete líneas.

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