En ciertas ocasiones, Lolo nos descubre personajes que, como es lógico, no conocemos hoy día porque hace muchos años que dejaron de existir en el mundo. Y es el caso, precisamente, del que nos presenta en este artículo.
El título del mismo tiene mucho que ver con la vida de una persona, Ramón Camprubí, cuyo hermano era sacerdote, que se decidió por el malabarismo para alegrar la vida del prójimo.
Según nos dice Lolo, este hombre supo llevar la alegría a lugares donde la misma se había ausentado y, además, mantenerse en el mundo haciendo lo que mejor sabía hacer y hacerlo con una sana intención que obtuvo sus frutos. Y es que, en efecto, llevar la ilusión a los corazones del prójimo es conseguir, muchas veces, algo milagroso.
Artículo, éste, simplemente gozoso.
Publicado en la revista Signo, el 9 de marzo de 1957
En sus diez de últimas, el malabarista “Cartex” cantó las cuarenta.
«Cartex», un nombre para el neón y las candilejas, unas manos para la ligereza y el prodigio, un perfil para la alegría y la caridad; nombre, manos y perfil que ya no verán los escenarios españoles porque, de la diestra del Señor, han hecho el gran mutis rumbo a la eternidad. En Barcelona, su ciudad natal, ha tenido lugar el tránsito de este hombre que evolucionó en alas de una caridad a la que jamás puso límites. Así hoy se puede decir que los cuarenta y cinco años de Ramón Camprubí, «Cartex», son como una prieta antología de hechos edificantes que merecen ser conocidos.
RECORDATORIOS Y NAIPES
Camprubí es un apellido catalán que sin duda «sonará» a quienes nos lean. Su eco se debe al notable liturgista, doctor en Arqueología por la Gregoriana de Roma y profesor del Seminario de Barcelona, P. Francisco Camprubí. Él y Ramón eran hermanos y juntos recibieron sus primeras lecciones en las aulas de la Escuela Pía. Cuando al fin le llegó al menor la gran ilusión de la blanca mañana eucarística, sus siete años respondieron a la deferencia con ese otro diminuto prodigio humano que es una sesión de ilusionismo. Aquel día sus dedos barajaron los recordatorios, como en un preanuncio de lo que había de ser el futuro: la clara inclinación hacia un arte que se aureolaría sirviendo a una idea de generosidad, el vuelo de la fantasía redondeado por las alas colosales de la caridad.
Seminario y prestidigitación tuvieron en los respectivos hermanos Camprubí una atracción vocativa. Sin embargo, el horizonte se perfilaba borroso para Ramón con las solas armas de sus juegos de manos. En consecuencia, el «debe» y el «haber», la mecanografía y el dato de la oficina técnica encasillaron la juventud del aprendiz de ilusionista. ¡Antagonismo, si los hay, el del número amartillado a la cuadrícula del libro de contabilidad y el escamoteo de la carta que surge o se esfuma! No obstante, él continuó firme en la quimera, primero «haciendo dedos» en casa, después con tímidos balbuceos entre amigos que aplaudían los trucos y siempre dando rienda suelta a sus admirables disposiciones.
«AMATEUR»
A su vez, antes, en la adolescencia de «Cartex», había quedado prendido un paralelismo de dedicación apostólica que se encarriló dentro de la A. C. Precisamente fue este deseo el que dio cauce a su temperamento artístico. El muchacho, habilidoso, vio en sus dotes un instrumento más de eficacia y a ellas se dio con pasión. Las usó en sesiones parroquiales y benéficas, en hospitales, asilos y orfelinatos, donde empezó a ver rubricado su trabajo por un cúmulo de sonrisas. Todo en las horas que le permitía su ocupación laboral y sin otra recompensa que el trazo divino en el libro de las acciones de oro. La de dolores, tristezas y desazones a las que puso sordina de optimismo sólo se habrá sabido en ese diálogo que él sostuvo ya con el Dios de la Justicia.
Este apostolado suyo, el de la alegría, llegó a hacerse posible por la destreza y puesta a punto de sus manos; por una simpatía arrolladora, en la que el público «entraba» rápidamente, y sobre todo por sus dotes de conversador y un conocimiento singular de la naturaleza del público, al que hechizaba con el efluvio de su palabra.
«Cartex» nunca supo de nigromancia. Amaba el truco limpio, esforzado, en cuyo éxito se coronaban la facundia, el trabajo y el estilo de un artista.
PROFESIONAL
Toda esta clara ejecutoria la siguió también en la nueva faceta de malabarista profesional. Autoerigiéndose y puro siempre de intención, nunca puso sus artes al servicio de algo viscoso. Por eso alguien, que intentó alegarle su trabajo en «boites» y salas nocturnas, se encontró con esta respuesta inesperada:
-¿Ha pensado en que durante la hora que dura mi trabajo a esas gentes no les queda resquicio ni para un mal pensamiento?
Y cuando se le cruzaba una oportunidad caritativa, allá estaba él con sus amplias manipulaciones. Sólo algo de tanto como hizo anónimamente pudo contar su mujer. Así, aquello de que fue testigo cuando, al regreso de una gira, echó de menos la americana de uno de sus trajes más recientes.
-Es que, sabes –contestó-, había que ver al pobre limpiabotas… No tenía nada que ponerse.
Al rato faltaban también los pantalones.
-Mujer, no le iba a dejar a medio vestir.
LA ÚLTIMA RONDA
Día por día lustro por lustro, así fueron los cuarenta y cinco años de un hombre que hizo vida de escenarios y que bien pudo decir que jamás se le alejó un espectador con una turbia imagen sugerida, y sí, en cambio, con la paz de un alegre rato de esparcimiento. Así, era natural que, cuando a «Cartex» le llegara la gran ronda de la muerte, le esperara que arrojase en la baza final todo ese alto ejemplo, que acumuló en años de formación y práctica de una caridad que se agitó a impulsos del amor de Dios. Y así fue. Extinguiéndose ya, sostenido apenas por los balones de oxígeno y reconfortado por los Sacramentos que le administrara su hermano, cuando éste iniciaba un Padrenuestro para impetrarle ayuda en la agonía, se oyó su voz entrecortada que decía:
-No; por mí, no: por las pobrecitas gentes de Hungría.
En la trascendental partida, «Cartex» ponía en juego sus dotes de malabarista para alzarse también con las cuarenta del triunfo final.
Entradas relacionadas

Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
Etiquetas: Revista Signo