Es verdad que está muy bien que Lolo escriba sobre un libro porque es lo que hace en este artículo. Así, lo que es “La vuelta de Don Camilo” se convierte en “La segunda salida de Don Camilo” en el sentido de que, por segunda vez, el famoso cura italiano, sale, digamos, a la palestra.
Lo que nos cuenta Lolo es que, como suele suceder muchas veces, las apariencias o, mejor, el fondo de las cosas, suele engañar mucho. Y es que el sustrato religioso italiano no lo pierde el alcalde “comunista” que, al parecer, no reluce tanto como el oro que se supone debe relucir…
En todo caso, esta obra literaria nos muestra cómo las circunstancias de la vida y, sobre todo, lo que es la fe, no puede perderse con tanta facilidad como algunas ideologías quisieran.
Publicado en la revista Úbeda, en enero de 1955
Igual que al famoso personaje de Cervantes, a la simpática figura de D. Camilo, el hercúleo párroco de la Baja, se le hacía difícil la ociosidad y no ha podido resistir la llamada del éxito. Como su hermano el otro clérigo de Chesterton, el protagonista de Guareschi vino al mundo con una vitalidad tan exuberante que entre las páginas de un libro se revolvía como lo hubiera hecho su gigantesca humanidad en la breve sotana del curita Brown. Se imponían, pues, nuevas andanzas para el arcipreste del Molinillo, aunque la segunda salida no venga sino a confirmar, en parte, la sabia tesis de un viejo aforismo. La sensación que provocaba la novedad del tema, incluso la simultaneidad de unas circunstancias que hacían admisible la contradictoria figura de Pepón, eran tantos a favor del primer volumen de superación laboriosa. Añadamos que la comicidad de las situaciones tenía allí un planteo más favorable, aunque “La vuelta de D. Camilo” manifieste valores no desarrollados, y tendremos ya un anticipo comparativo.
Cuando nació don Camilo
Giovanni Guareschi ha explicado con detalles cómo, incidentalmente, un buen día nacieron D. Camilo y Pepón en las columnas festivas de «Cándido». Los traía de la mano una narración breve, a la que el público pedía con insistencia la continuidad. Pasaba entonces Italia por una postguerra en la que la derrota y el caos que siguió al derrocamiento del régimen mussoliniano—«el vuelco», como el autor le llama—hicieron posible el río revuelto de los partidos políticos y la leva de los extremistas. La catolicidad del pueblo que tiene como eje a la Ciudad Eterna, era un «hándicap» desfavorable para doctrinas ateas como la comunista, que optó por un confusionismo que ocultaba su piqueta anticlerical bajo una aparente inhibición religiosa. Naturalmente ello hizo posible la floración de ciertos tipos que, como el alcalde Pepón y su cohorte, compaginaron de buena fe (hasta que llegó la amenaza de excomunión) la agitación marxista con las prácticas de la Iglesia. Este fue, exactamente, el momento elegido por Guareschi para dar vida a dos prototipos de la época—el cura y el alcalde—a los que enmarcó en el vivo paisaje lugareño.
El marxismo de Pepón
Pero el error es querer hallar en «Don Camilo» una diatriba rotunda contra el comunismo, aunque a veces consiga su ridiculización y la rabieta de sus gentes. Porque, bajo un revoque stalinista, Pepón y sus secuaces sólo tienen fachada de tales pero sí tienen un cristianismo que para ellos quisieran muchos católicos de orquesta. El lugar que el alcalde de la Baja ocupa en la alegre mascarada de un comunismo sin dinamita, tiene esa jocosa e intranscendente adhesión que es necesaria los días de domingo para la partida de tute. Pepón juega a revolucionario con la ingenuidad que su pequeño galopa por las imaginarias praderas del Oeste.
Por otro lado, el comunismo que a él le enrola es un comunismo de piel de cordero, de aclimatación y circunstancias, camaleonesco, en suma, como lo era en España en el año 1930, y como lo es ahora en Centroamérica o la India, por ejemplo.
Aun esa rivalidad personal que enfrenta al arcipreste con el pueblerino capitoste rojo es más aparente que sincera. Sucede con ellos como con esas criaturas que se pasan la vida polemizando y cuando se las separa las consume la añoranza. El hombre que aparentemente obstaculiza las iniciativas del párroco, es su más positivo colaborador y el que comparte la suerte cuando ésta amenaza la vida de D. Camilo, aunque a continuación se aleja con una regañina entre dientes. Contradictorio y sumiso, tozudo y paradójico, Pepón es el que consigue el traslado del cura y luego moviliza comisiones que no paran hasta tenerle de regreso; él es el que sube hasta la torre sobre sus espaldas el ángel de cobre; el que declara huelgas que quebranta cuando apenas oye mugir a un ternerillo. En resumen: un hombre de alma casi franciscana, de las tierras de pan llevar, creyente, bueno e inquebrantable (para bien del mundo), a todo conato de malicia y que en el corazón conserva, como un tesoro, la fe de los mayores, aunque a veces ésta se la infundieran las cachetinas de la vieja maestra
Zurras pedagógicas
A su vez, las salidas inesperadas y los puñetazos demoledores de D. Camilo, están más cerca del paternalismo, del amor y del bien que de la pendencia y el espíritu de revancha. Ciertamente, el párroco tiene en ocasiones una evolución desconcertante. Hay cosas, como la confesión, las mentirijillas, incluso algunos incidentes dentro de ese estupendo recurso técnico de hacer dialogar al Cristo (en el que más que al Redentor se personaliza a la propia conciencia de D. Camilo) que de verdad nos hubiera gustado salvara Guareschi. Pero los parroquianos del Molinillo tienen cierta fidelidad y una subordinación casi perruna para quien los dirige, un padre que suelta sus azotainas con ese espíritu pedagógico que las usa para los niños. Lo auténtico es que ellos lo agradecen, y las consecuencias físicas se encarga de allanarlas el tono humorístico de la obra. Pepón o Tormento, tras del mazazo, se alzan sonrientes, como figuritas, de pim-pam-pum dispuestos al nuevo enredo o a la nueva caricia. Únicamente cuando la muerte de Pizzi sentimos la excepción de la tragedia y echamos de menos el desenfado general.
Lo literario
Podado, pues, de valoración política, incluso religiosa, aunque a veces las acuse, queda el verdadero ángulo de lo literario para el juicio auténtico de D. Camilo. Y aquí sí que no cabe escatimar el elogio. Empezando por ese pequeño mundo aprehendido, con su realidad social, su varia tipología y esa lección de esperanza que es el deambular humilde de los pueblos. Con respeto y cariño, Guareschi se ha acercado al corazón de la tierra en que nació y ha ido cronometrando una palpitación que es humana, recia, caliente.
Esencialmente festivo ha logrado hacer de esta obra una pieza de abierto regocijo. Su comicidad brota, a la vez, de un relato chispeante y de la gracia de las situaciones. Estamos aquí ante un humor fluyente de la mejor ley. La risa, como en los mejores clásicos, surge sin rebuscamientos, a trasmano de cada línea, con la espontánea eclosión que acompaña a un hallazgo inesperado. A su vez los hombres que crea Guareschi tienen una personalidad definitiva; son criaturas que no se doblegan, a las que se coloca en la vida y ya no cabe sino seguir su derrotero. Por eso, picarescamente, el autor se las ingenia para enredarles en los sucesos más comprometidos y luego entregarse, divertido, a anotar sus reacciones.
Con anterioridad hablamos del cariño de Guareschi hacia su tierra. También a sus hombres, a los que modela con mimo de padre. A “lo burla burlando”, en consecuencia, al hilo de muchos relatos brota una ternura inefable que nace de la cálida observación. He aquí, por donde, lo que pudo tener una pormenorización realista (en el sentido moderno de la frase) el humor y la ternura se encargan de atemperar para dar paso a una creación literalmente real; con el dolor, sí, y la tragedia de un pueblecito en lucha por la vida; pero también con la alegre contrapartida que nace de la fe en un Dios que por encima de las circunstancias rige y vela providencialmente.
El regreso de don Camilo
Por descontado que para esta segunda parte no cabía la sorpresa. Pero, a la par, parece como si a Pepón los accidentes le hubieran limado su cresta de gallo de pelea. Se nos muestra aquí menos combativo y más dócil -casi converso- con la natural rémora sobre el núcleo de la intriga. Es en esto lo que el primer libro supera al segundo. Como contrapeso se da paso a ciertos valores que cristalizan plenamente. Así, el expresivo género de las parábolas. Hay dos, magistrales por su inspiración, oportunidad y sentido -la de las cien lámparas y la del lobo demócrata- que por sí justifican la obra.
También tenemos la joya de una ternura que se hace definitiva y llega a prodigios de amor y psicología de la infancia en los cuadros con niños.
Y, por último, el espléndido retrato de la Baja, toda la personalidad de una región, alzada en protagonista, tras la que se esfuma su alcalde para dar paso al pletórico cuadro de una vida menuda, con incidencias e intereses, con la estampa feliz de las minúsculas aspiraciones, tragedias, y, también, como un Fénix, con la esperanza siempre en Dios, que constituyen, en definitiva, eso: un mundo pequeño.
Entradas relacionadas

Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
Etiquetas: Revista "Úbeda"