Publicación original: Boletín Asociación Amigos de Lolo nº27, diciembre de 2000, por Francisco Javier Martín Abril, escritor y periodista y amigo entrañable de «Lolo». (en la imagen)
Cuando alguien escribe sabiendo que es amigo de Lolo es más que posible que lo que nos llegue de tal escritura sean las bondades que tenía nuestro amigo de Linares. Y eso pasa con lo que hoy traemos a su casa.
Como la semana pasada, en esta también traemos un poema. Y es un poema escrito por Francisco Javier Martín Abril que, como decimos arriba, era un amigo entrañable de Lolo.
Lo que dice Martín Abril es, de todo punto, verdad y maravilloso. Y es que ha sabido adentrarse en lo más íntimo de Lolo y lo ha definido, en su circunstancia, a la perfección.
Léanlo con devoción porque por eso somos devotos de Lolo y Martín Abril, mucho más que un amigo.
Ver y no ver el aire y la manzana.
Verlo todo mejor sin ver por fuera.
Ver y no ver nacer la primavera.
No ver y ver la luz de la mañana.
Lentamente la muerte, la campana
que llega de la torre a la escalera
de tu casa, Manuel, enredadera
de espléndido dolor que hiere y sana,
te va trasparentando de alegría
subiéndote el amor a la cabeza,
para que no haya noches en tu día.
No cabe en tu contorno la tristeza.
Manuel, si te atreviera, te diría
que eres embajador de fortaleza.
¡Qué quietas, nos han dicho, están las cosas!
Nos han dicho: qué bien se está con ellas!
¿y tus cosas, Manuel? ¿No son estrellas,
siempre naciendo en perfumadas rosas?
Quisiéramos saber las amorosas
confidencias, dulcísimas querellas,
que dejan en tu oído las doncellas
que rodean tus horas milagrosas.
Sillón de ruedas, la redonda mesa
con Dios y los amigos que, cercanos,
te hacen guardia de honor, gentil pavesa,
más que para ayudarte con tus manos,
para reconfortarte en tu promesa …
Somos, no tus amigos, tus hermanos.
A más oscuridad, más resplandores.
A más inquietud, más largos pensamientos.
A más dolor, más hondos los cimientos
del edificio de tus ruiseñores.
¡Qué baja la lección de los doctores,
al lado de tu sol y de tus vientos!
Junto a ti se convierten los lamentos
en eclosión de calmas y de flores.
Explícanos, Manolo, tu jornada:
cómo ves, cómo vuelas, cómo escribes,
cómo sacas del pozo de tu «nada»
las aguas que nos das, cómo recibes
los rumores del mundo en la callada
soledad en que mueres, porque vives.
Magnetófono, tactos, medicinas,
la música en olor de violetas.
Los ángeles te prestan sus maletas,
y tú te marchas con tus golondrinas.
Todas las calles doblan sus esquinas,
para que pases tú con tus inquietas
serenidades claras. ¡Cuántas metas,
en el oro molido de tus minas!
Lucy está ahí, puntual, crucificada
de gozosas tareas maternales,
azafata de Dios, enamorada
de iluminar el cielo de tus males,
ordenando sosiego en tu posada,
unida a ti por puentes de rosales.
Y nosotros, Manuel, viviendo lejos,
nos sabemos tan dentro de tu vida,
que gracias al consuelo de tu herida,
somos abril, aunque seamos viejos.
Tú sostienes el mundo con añejos
vinos de tu cosecha enardecida.
Mira nuestra existencia dolorida,
como nosotros ante ti, perplejos,
miramos el prodigio de tus días.
¿cuántas veces, Manuel, nos has salvado
de perecer en las melancolías?
Tú eres el capitán, y yo el soldado.
Te doy, Manuel, mis pobres poesías,
a cambio de tu Cristo ensangrentado.
Las golondrinas de Manuel, sus cosas,
las cosas que rodean su existencia,
siempre saben que están en la presencia
de muchas alegrías misteriosas.
Son las pequeñas cosas, tan hermosas,
dando a Manuel el zumo de su esencia,
hablándole a Manuel de nuestra ausencia,
en sus cautivas horas luminosas.
Cuando yo estoy cansado, decaído,
en la intemperie de cualquier otero,
sin ganas de remar, casi vencido,
le digo al aire: «Será mi mensajero».
y el aire llega a ti con mi quejido,
«compañero del alma, compañero».