Publicación original: Boletín Asociación Amigos de Lolo nº17, junio de 1998, por Tico Medina,
periodista y amigo de Lolo
Tico Medina, afamado periodista en su tiempo, también conoció a Lolo personalmente. Y en este artículo muestra hasta qué punto caló en el corazón de este hombre haber estado cerca de Manuel Lozano Garrido.
En este artículo nos dice Tico Medina algo que muchas veces repiten quienes conocieron a Lolo: era una persona alegre y no parecía que estuviese pasando por dónde estaba pasando.
Lolo era, también, como aquí se nos dice, maestro de periodistas pues su labor era la propia de alguien que conoce bien lo que hace y hace muy bien lo que conoce. Y este es un maravilloso escrito que lo demuestra más que de sobra.
Escucho en el programa «Frontera», en la madrugada de Radio Nacional de España -seis en punto-, mientras me preparo para salir a un viaje de esos de fin de semana para no convertir al viejo reportero en un nómada inmóvil, a Rafael Ortega, que pone en pie, para que no le olvidemos, la figura única, excepcional, fascinante, ciclópea de Manuel Lozano, al que a los no sé cuántos años de su muerte todo parece indicar que quieren hacer santo. Por lo pronto, ya es, según la ley de la Iglesia católica, «siervo de Dios». Vale. En unas horas de tiempo del domingo, pocas pero suficientes para ordenar el trabajo feroz de la semana, he buscado algo que de Lolo tengo. Alguna carta suya, escrita en su vieja máquina; aquel libro dedicado, de su puño y letra, que era un milagro; aquella fotografía del periodista junto a periodista, el alumno servidor cerca del maestro Lolo, en aquel universo asombroso que era su mesa camilla en su pueblo de Linares, donde tiene calle, cripta y, sobre todo, y por encima de todo, el recuerdo emocionante del resplandor de su paso por la vida.
Verán ustedes: Lolo convirtió el dolor en alegría. No era un masoquista de Dios, que los hay, era un enviado especial de Dios en la Tierra, era un verdadero ser único, y se lo dice a ustedes un buscador de seres únicos, que ése es mi oficio y no otro. Cuando le conocí yo sabía que había escrito algún libro de profundo calado espiritual, pero sin ñoñería, poderoso, mineral. Linares es tierra de mineros -capaz de llamarte al corazón directamente- porque Lolo escribía -y muy bien- desde su alma profunda y verdadera.
Desde muy joven viajaba con él en sus huesos una enfermedad degenerativa que lo iba a postrar primero en una silla de ruedas, luego en un lecho de sufrimiento constante, y encima había perdido la vista, así que además era un ciego abrasado y abrazado por el dolor más terrible, un alarido domado siempre, un cuerpo retorcido con un tratamiento en la angustia, insoportable, pero animado, habitado, insisto, poseído, iluminado, por una fuerza interior portentosa que le hacía superior a todos los demás, aun como era eso, una planta retorcida que ni podía verte siquiera, que iba cada día haciéndose más pavesa por fuera pero más fuego íntimo y consolador por dentro. Era un gigante olímpico sentado en una silla de ruedas. Yo hablé con él mucho, me dedicó sus libros, a mano, cuando le tenían que atar la pluma, el boli, a la muñeca, y me dedicó sus libros en aquella máquina, que debe ser pieza definitiva.
En el proceso de su beatificación inmediata, letra a letra con un único dedo por el que, como en el techo memorable de Miguel Ángel, tenía el contacto diario, segundo a segundo, con lo más alto. Con el Dios padre, amoroso más que justiciero, padre más que juez y verdugo.
Lolo nos protegió a todos, a los que parecíamos más fuertes, con su palabra, y a veces, ya cuando ni hablar podía, con su sonrisa, escribió defendiendo las grandes verdades, al que nada tenía, la libertad del alma, peleó contra la censura, ayudó al minero en su reivindicación, nos iluminaba a todos los que iba más por ahí como fulgurantes figuras y no éramos más que sombras de la duda y la desesperanza. Eso es lo que era Lolo, un sembrado de esperanza. Jamás, jamás, jamás se le escuchó quejarse, y en su vida profirió un grito, hacía incluso un programa de radio lleno de alegría, escribía artículos, arreglaba las galerías de sus libros, Lolo era ese ángel de la guarda, visible entre los invisibles, que estaba ahí, vestido con el ropaje de la miseria humana, era el amor vestido de dolor, Lolo era irrepetible.
Se nos murió Lolo, ahora hace años, y a veces, cuando bajo hasta Linares, paso por la puerta de su casa, donde sé que su hermana, que tanto le cuidó siempre, mantiene sus rincones queridos como si Lolo estuviera vivo, que lo está, naturalmente. Pero tengo miedo a subir, a llamar a la puerta, porque no estará él esperándome, feliz, al fondo, frente al ventanal que daba al paisaje urbano, como una alcayata rota, junto a la mesa camilla, pronunciando tu nombre desde su implacable enfermedad.
– iQué alegría ver que te has acordado de mí, Tico!
Bendito seas, Lolo, al que quieren hacer santo -primero venerable, después beato-o dicen que será en su día el primer santo de los periodistas. Falta nos hace, lectores. Buscan algún milagro en la vida de Lolo. Su propia vida es suficiente. Y después de muerto, éste: el mío, que su recuerdo me resucita y me vuelve a poner en el camino.