Este artículo es sorprendentemente corto. Sin embargo, podemos decir, tiene la esencia de la buena entre sus pocas líneas. Y es que a nosotros nos parece, a tantos años de distancia de cuando fue publicado, que un poco de alegría ha llegado al pueblo.
Los Húngaros, así expresada su presencia, era como la llegada de la diversión que, aunque fuera durante unas horas, llevaba la alegría a una chiquillería que veía alejarse su especial situación, a lo mejor, de pobreza.
La esencia misma de este artículo suponemos se encuentra en la esperanza que nunca debe perderse porque, en el momento más inesperado, llega lo bueno de la vida. O algo así.
Publicado en la revista Cruzada, en febrero de 1960
Siesta avanzada. En la lonja, un sol amarillo pálido, como de huevo de granja, y el silencio esponjándose por entre los guijarros como una imposible nevada de verano. Y de pronto, los húngaros. Un cornetín que se riza detrás de todas las esquinas; un kíkirikí que picotea por entre los adoquines y los cables de la luz.
¿Quién dijo que se nos acaban los niños? Bajan por el callejón, suben la cuesta, se arraciman nerviosos en las escalerillas, con los mandiles blancos de la escuela y la alegría de un jueves inesperado de media hora, atropellándose como pollitos de una incubadora que se abre. Y el cornetín sigue con su misterio, llovido ahora desde la anilina del cielo, ingrávido, sin el suelo que le niega el parche blando del tambor. Los niños continúan con la sorpresa y la magia detonándoles por las órbitas de los ojos. Si lloviera, si cuajara al fin la tormenta de la temporada, si volviera otra vez la escarcha de diciembre, ahí estaría también el chavalín sobre el borde de la lonja, con sus bracitos al aire y las piernas embebidas como el jilguero que va a saltar, la respiración y los sentidos confluyendo en el mundo mágico de la ilusión.
¡Ay los niños, la escalofriante dulzura de la inocencia de los niños! ¡Qué tremenda tentación, que ansia de milagro con el que tirar de su vida venidera, como de un paracaídas abierto, para plegarla e írsela metiendo en masa en todo su cuerpecillo en germen, y de pronto verlos crecidos en hombre o en viejo, con achaques, con canas, con nietos pobres o humildes, pero con la misma inocencia de esta tarde y el encanto centelleándoles desde todo el cuerpo, como una gloria de día de Reyes en anticipo. El dolor, bueno; la pobreza, también; sí al infortunio, pero que nos quede siempre esta ternura joven, sin rencores, sin zancadillas, sin envidias, y esta alegría que picotea a cada minuto por los adoquines como el cornetín impalpable de los húngaros.
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
Etiquetas: Revista Cruzada