Muchas veces, Manuel Lozano Garrido, analiza la vida de personajes de su tiempo y escribe acerca de los mismos para mayor conocimiento.
Esta vez lo hace con un sacerdote que, en su tiempo, recibió una misiva de parte de Pío XII para agradecerle sus muchos años de trabajo. Y a fe de lo que aquí leemos fue un trabajador incansable de la viña del Señor.
Aquel sacerdote, que casi por casualidad saltó a la fama en la prensa de su tiempo, cumplió con su labor como sólo saben cumplir los buenos hijos de Dios o, como se dice en Francia, del “Bon Dieu”.
Publicado en la revista Signo, el 12 de marzo de 1955
Si el buen Dios me da más vida, seguiré fiel a la divisa: “Mi parroquia y mi pluma”.
Hace meses llegó a la parroquia de San Francisco de Sales, una de las feligresías más populosas de París, cierta carta dirigida a su párroco, un anciano simpático y venerable. En el sobre, bajo varias estampillas de origen vaticano, figuraba el nombre y apellido del destinatario: Edmond Loutil. Abierta la masiva, el viejecito halló en el interior un manuscrito de rasgos verticales, al pie de los cuales pudo ver con emoción la firma y rúbrica del propio Pío XII. Pero el estado de ánimo se acentuó cuando las pupilas fueron deletreando frases que denunciaban un conocimiento de toda su existencia, sobre la que el Vicario de Cristo derramaba bendiciones sin cuento. «Habéis ejercitado vuestro celo», le decía. «Vuestra devoción de pastor sigue evidenciándose aún en la diaria acogida de las miserias materiales y morales… ¡Cuántas almas habéis así edificado! ¡Cuántas vocaciones habéis suscitado!».
¿Quién es este Edmond Loutil, con sus noventa años a cuestas a quien el Cristo en la tierra ha buscado para hacerle llegar su afecto? ¿Qué obra es la suya que había merecido un nombramiento de protonotario apostólico?
NACE UN NIÑO EN LA FRONTERA
Alsacia, la bella y disputada Alsacia, tiene en su situación de enclave fronterizo un trágico sino de alternativa nacional. La paz, sedante de las campiñas con el verdín de los valles que salpican de blanco caseríos con rumores de palomar, la paga la linda región con paréntesis en los que se erige en rey el estampido de los cañones.
Cualquiera que avistara en 1870 el valle de Villé, alcanzaría a ver a duras penas correteando ante la cerca de una de las granjas a un chaval de indiscutible aspecto enfermizo. El pequeño Edmond de padre berlinés y madre alsaciana, llegaba junto a sus abuelos para buscar en los pinares contiguos el aire que urgían sus pulmones. Allá, con una vida elástica en la que, si acaso, sólo tuvo cabida el estudio no riguroso, pasó una infancia acechada y también la adolescencia, que llegaron a minar fiebres y vértigos, hasta desembocar en afección pulmonar.
Cuando el joven Edmond iba a cumplir sus veinte años, preocupado por la evolución de su enfermedad, decidió someterse a la exploración de un amigo estudiante de medicina que le auscultó con interés. Asustado por lo que le dictaba el fonendoscopio, al futuro médico se le escapó un dictamen brutal:
– Apenas si te quedan unos meses de vida.
Al joven Edmond le pareció entonces oír, acercándose, el son monocorde de las tibias mortales, y para preparar el gran viaje decidió allí mismo ingresar en el Seminario.
La noche antes dio ya un adiós inocente a la vida: recrearse por última vez con el arte de Sarah Bernhardt. Cuando las puertas del Seminario se le abrieron al fin para ofrecerle la cordialidad de sus claustros, el alsaciano, con el recuerdo de la víspera, dio entonces rienda suelta a su admiración por la gran actriz. Como el locuaz Bob de «Todos me llaman Padre», hubo de sufrir entonces una reprimenda. Y sin embargo, el nuevo régimen le probó tan a maravilla que entre los muros del caserón quedaron definitivamente sus achaques.
El Edmond Loutil que hace meses recibiera la voz de aliento de Pío XII, ha llevado durante noventa años una vida de continuo movimiento y abundantes vicisitudes, sin que por ello menguaran sus poderosas facultades.
A «LA CROIX» LLEGAN UNAS CUARTILLAS
Desde Cesbrón a los existencialistas, el dolor del Clichy parisiense, el decrépito suburbio de barracas y miserias, ha sido aireado en demasía para detenernos en otra pincelada de irredentismo social.
Allá, con toda su frágil naturaleza, pero con el corazón rebosando amor, llegó un día el recién ordenado padre Loutil para ejercer su ministerio como vicario del arrabal. Por su innata simpatía, pero sobre todo por su desprendimiento, el joven sacerdote aglutinó pronto a esa escala compleja que va desde los niños desnutridos hasta los ancianos mendicantes. Todos llegaban a él con una petición más o menos encubierta de dinero, y para todos se multiplicó el apóstol, dejando al paso una semilla de luz. En el catecismo, con los enfermos, a la salida de la fábrica o en los tugurios, el nuevo abate de Clichy encontró múltiples ocasiones para ejercer la caridad, aunque en sus bolsillos llegara a anidar la extrema pobreza.
Fue un accidente fortuito lo que le llevó primero a las columnas de la Prensa y después a un destino de escritor.
Una noche, el padre Edmond Loutil acudió a un local público para escuchar a su compañero el padre Garnier, fundador de un movimiento católico obrero. Al salir, entusiasmado por la calurosa acogida de los trabajadores, el padre Garnier le invitó a redactar una crónica de lo sucedido, para difundir el ideal de renovación espiritual de los obreros. El amigo no se hizo rogar, y en pocas horas después llegaban al despacho de «La Croix» unas líneas pergeñadas con calor en las que se reseñaba el acto. Al día siguiente, la paginación del prestigioso diario incluyó las cuartillas del abate, y el público pudo leer al pie un seudónimo que era toda una bandera de combate: «Pierre l’Ermite». Como un nuevo Pedro el Ermitaño, el vicario de Clichy saltaba a los veinticinco años a las columnas de la prensa para promulgar una cruzada que debía rescatar para Cristo el corazón del hombre.
El padre Edmond halló también en el despacho de la parroquia las páginas de «La Croix», y junto a ellas una carta invitándole a pasar por la Redacción. Hace ya de esto sesenta y cinco años, y desde entonces no ha faltado una colaboración semanal que el público busca por el interés, la claridad y la pureza de estilo. Ni que decir tiene que el espíritu sacerdotal late bajo cada línea de L’Ermite, y que el celo apostólico encontró siempre en la tarea literaria un adalid de las necesidades parroquiales.
El fruto de sus escritos invitó al periodista a intentar nuevas modalidades que acusaban características muy especiales para la persuasión. Desde entonces, centenares de relatos suyos, breves unas veces, de gran estilo otras, como las novelas «La gran amiga», «Cómo maté a mi hijo» y «La jornada de Satanás», han rodado por todos los caminos del mundo a través de múltiples traducciones.
Los escritos de Pierre l’Ermite tienen peculiaridades muy definidas. Desde las primeras frases prende ya un interés apasionante, que avanza hasta derivar en desenlace certero, sin violencia por parte del autor. A su vez, las criaturas son como tipos arrancados a la vida, sin que por ello signifique que sean un trasplante literal. Seres recreados, pero que conservan su acervo espiritual y humano. A L’Ermite le veda el sigilo sacramental un manantial dramático de incalculable valor («Mis mejores novelas son las que no puedo escribir», ha dicho), pero en cambio el roce social y sus facultades de novelista le han sugerido cuantos temas necesitó y de probada fuerza. Aún al cabo de los noventa años sus cajones están repletos de carpetas con múltiples novelas esquematizadas. Pero lo que a L’Ermite le ha granjeado lectores en los cuatro puntos cardinales, es su contundente fuerza dialéctica, su expresiva, luminosa y cristiana apologética, que ha puesto a los pies de Cristo hasta resonantes conversiones. Más que los triunfos literarios, esta cosecha es la que le enorgullece, animándole a campear hasta que le quede un soplo de vida.
DEL MÍSERO CLICHY AL LUJOSO MONTMARTRE
Pero ocupémonos también del sacerdote. Porque al párroco Loutil no desmerece del literato L’Ermite.
Los tres estamentos sociales los recorrió este alsaciano en su larga vida sacerdotal. Del Clichy humilde y querido, pasó a una feligresía de clase media, saltando después al inmenso Montmartre, el vertiginoso círculo residencial de la aristocracia, de ostentaciones, de bustos descotados y automóviles relucientes bajo los aún más relucientes reclamos de los cabarets, entre los que se cuenta con el famoso «Moulin Rouge», que estuvo a punto de comprar para una obra de protección a la joven. Con su simpatía arrolladora y delicadeza de artista, supo ganarse el afecto de un mundo en el que abundaba el escándalo.
El nuevo destino de Párroco de San Francisco de Sales puso a Pierre l’Ermite ante la encrucijada de tener que edificar. Cuando llegó, los muros estrictos de la casa de oración le situaron ante el problema de crear vivienda donde no existía ni un palmo de tierra. Y el ingenio sacerdotal salió una vez más airoso del empeño. Los muros a prueba del templo cargaron con unos andamios, que en el techo hallaban la feliz solución.
Cuando estuvo concluida la obra, una más tremenda dificultad le salió al paso. La feligresía hubo de sufrir un notable incremento de población, que hizo necesario levantar una iglesia de nueva planta. Para tal fin le llamó un día el cardenal Verdier, encargándole en unas circunstancias que él mismo ha relatado:
«Eminencia –me atreví a preguntarle, un poco inquieto- ¿cuánto me daría usted para comenzar?», nunca olvidaré la risa bonachona con la que acogió mis palabras: «¿Cuánto? Pues… ¡ni un céntimo!» Dos años después, evocando en su presencia unos recuerdos ya lejanos, le dijo:
«Eminencia me aseguró usted que no me daría ni un solo céntimo. Y bien, en presencia de esta asamblea puedo certificar que es usted un hombre de palabra.» De buena gana rompió a reír el cardenal.
Con los bolsillos vacíos empezó el cura de San Francisco de Sales una obra que por ir dedicada a Santa Odila, la venerada Patrona del Villé de la infancia que le protegiera, debía lucir una línea colosal, a tono con los favores recibidos. Todos los días hacían falta sumas cuantiosas para cubrir el déficit de jornales. Por añadidura, la guerra vino a enredar el sueño. Pero al fin, el gran milagro se hizo. Y el taumaturgo fue el Pierre l’Ermite de «La Croix». Cada día, desde las columnas del periódico, unas líneas llegaban hasta cada hombre para darle un aldabonazo en el corazón. En respuesta, todas las mañanas, el correo le repetía el milagro que hiciera con San Juan Bosco o el Cotolengo turinés. Al fin, una mañana, bajo un cielo purísimo, las campanas de Santa Odila revolotearon con un tintineo que se perdía camino de la lejana Alsacia para llevarle, con la alegre nueva del fin de las obras, un mensaje de paz.
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
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