Publicación original: Boletín Asociación Amigos de Lolo nº 69, de octubre de 2011, cuyo autora es María Dolores Nájera Moreno.
Hace muy pocos días (apenas semanas) trajimos a esta santa casa de Lolo un artículo de alguien que, no habiendo conocido en vida a Manuel Lozano Garrido, se había visto “tocado” por su figura y persona. Entonces era un periodista de nombre Venancio Luis Agudo.
Hoy traemos, al contrario, un artículo en el que una persona que conoció en vida y, digamos, trabajó para él, nos cuenta lo que fue una experiencia así.
Lo que sale del corazón de María Dolores Nájera Moreno, ciertamente, es maravilloso pues fue testigo directo de la vida de un Santo. Y a nosotros, lo decimos con franqueza, nos da un poco de… envidia…
Corría el año 1960 y yo, una niña de 9 años, pasaba el verano en Tascar con mi familia. Allí fue donde conocí a Lolo: el encuentro de Luci y él con mi familia fue de gran alegría ya que se conocían de “toda la vida”.
Nosotros vivíamos en el mismo santuario y Lolo y su hermana Luci y una chica que les ayudaba, llamada Flora, en una casa al lado. Así fue como, día tras días, los niños que estábamos allí, cuando jugábamos, íbamos a ver cómo Lolo escribía entre los pinos. Él sabía los nombres de todos nosotros y era muy alegre; aún veía pero poco; nos llamaba mucho la atención cómo cogía la pluma o el bolígrafo para poder escribir; era incansable. También nos gustaba que nos dejaran ayudarle con la silla. No sabía yo, ni ninguno de los niños que estábamos allí, que Lolo llegaría a ser Santo, aunque había algo en su persona que nos hacía admirarlo y quererlo.
Luci era siempre muy cariñosa y atenta con él, pendiente de todo lo que pudiera necesitar; y ahora, ya de mayor, me doy cuenta de que es una persona increíblemente buena, sencilla, con muchísima paciencia y que siempre estaba ahí.
Así pasamos el verano las familias que estábamos allí, todas muy unidas: por las tardes, en el santuario rezábamos el rosario pero antes los niños, y sobre todo mi hermano, siempre queríamos subir al campanario para tocar la campana. En fin, fue un verano inolvidable también por la muerte de mi padre, notaba su ausencia; Lolo lo conocía y me hablaba de cuando eran chiquillos. Seguramente al tener la Virgen de Tíscar tan cerca, el paisaje y Lolo hacía que todo nos pareciera más mágico.
Pasó el tiempo, a Luci la veíamos con frecuencia y sabíamos cómo la enfermedad iba haciendo mella en Lolo. En septiembre de 1971 una conocida me preguntó si me importaba ir a casa de Lolo para pasarle sus escritos a máquina ya que ella chica que estaba haciéndolo se marchaba. No lo pensé, llamé por teléfono y al día siguiente me presenté en su casa. No se me puede olvidar la alegría que les dio verme a Lolo y a Luci, sobre todo al saber que yo iba a continuar pasando sus escritos.
Lolo me recordó lo pequeña que era cuando me conoció en Tíscar, y estuvimos hablando un rato de aquel verano, y luego a empezar con la “tarea”. Así fue como empecé todos los días a ir por la mañana temprano, no imaginé que iba a ser tan poco tiempo. Me admiraba la fuerza con que hablaba y resistía el dolor. Estaba muy contento conmigo, y yo ahora mucho más al saber que estuve con un Santo, y que desde arriba echará una mano a mí y a mi familia.
Eran cuatro o cinco horas de dictar, oír el magnetófono; incansable quería terminar unos cuentos pronto, como si supiera que su fin estaba cerca. Además, me preguntaba cómo estaba yo y cómo era mi vida; siempre muy cariñoso conmigo.
Los días iban pasando y Lolo, lejos de quejarse, si no podía decía con mucha fuerza “esto que lo haga Mari Loli”. La última semana tenía que acostarse al rato de estar yo allí, aunque estaba siempre pendiente de sus escritos.
Una mañana me llamó su hermana Luci para decirme que no fuera ya que Lolo no se encontraba bien y que lo dejábamos para otro día. Fui a su casa y estaba llena de amigos y familiares.
¡Qué poco duró una maravillosa experiencia! Pocas personas pueden decir que han compartido horas de su vida con un Santo; me siento privilegiada.