Lo que aquí escribe Lolo es, digamos, el transcurso de un día suyo en el que, como es fácil darse cuenta, no son todo rosas sus horas sino, al contrario, muchas más espinosas de lo que podamos imaginar.

Manuel Lozano Garrido no era un hombre normal. Es decir, como bien sabemos, su sufrimiento no lo echaba a perder sino que le daba un uso espiritual que aquí se ve a la perfección y, de paso, se agradece.

En este día que Lolo nos narra no deja de ofrecer, en oración, todo lo que sufre. Y lo hace en la seguridad de que Dios lo va a escuchar y va a devolver mucho bien por el sufrimiento que en el mundo hay.

Ruego presten atención máxima al párrafo que empieza así: “El dolor, ya en su línea de presencia”… porque muestra cómo era Lolo. Y es que su Misa era, ciertamente, todo el día: un sacrificio digno de tener en cuenta.

 

Publicado en la revista Enfermos misioneros, en octubre de 1962

 

He leído que cada día se celebran en el mundo unas 209.000 Misas, lo que quiere decir que cada golpecito que da el reloj se corresponde en el cielo con más de dos repeticiones del escalofriante sacrificio del Calvario.

La humanidad tiene razón al pensar en un amanecer con los limpios colores de la esperanza.

Pero la Misa tiene a la par un nuevo y sorprendente ángulo de milagro: el de nuestra necesaria y fundamental participación. El valor y la ‘divinización’ de nuestra ofrenda es un maravilloso testimonio de la ternura de Dios, capaz de tenernos siempre con la piel de gallina del escalofrío. No sé qué tendrá el dolor, pero lo que si noto es que el sufrimiento de Cristo es como una cerbatana que se dispara hacia el cielo y, por el vacío que deja, colamos valiosamente el nuestro.

De cara a la pasión de Cristo, a sus duras gotas de sudor bajo los olivares, a sus densos chorros de sangre desde la Cruz, a sus caídas, golpes y salivazos, codo a codo, con su voluntad de hermano, quiero aupar también a lo largo de las veinticuatro horas del día el pequeño tesoro de dolor que hay en mi carne y en mi espíritu, para que Cristo lo remonte hasta las alturas y desde allí se desparrame, purificador, por el mundo como una lluvia de salvación milagreada por su Gracia.

8 de la mañana: El primer rayo de Sol

Acaba de pasar por entre los postigos mal cerrados y viene a repicar en mis párpados con un timbre de luces. Yo estoy en la cama como una raya bien hecha sobre las sábanas. Por la derecha me viene la luz perpendicularmente, como también por la izquierda me llega la voz del panadero o la del que vende uvas o melocotones.

Fíjate, Señor: sobre la cama de una habitación de cualquier piso del mundo, el amanecer sorprende la limpia estampa de una cruz. Ahora mismo, con las veinticuatro horas inciertas y temblorosas por delante. La subo hasta mi frente y pienso que es una cruz de confluencias. De servicios y de generosidad. De un lado, Tú, con tu resplandeciente y limpia claridad, con ese lenguaje de luces que garantiza a mis ojos entumecidos el chorro de Gracia por todo el día; de otro, el afán y el sudor de los hombres que trabajan para mí; que amasaron tenazmente a lo largo de la noche o regaron los árboles para ser pan de cada día sobre mi mantel. Aquí y ahora mismo. Con la reverencia en el corazón hacia el sagrario de enfrente me aúpo y planto el alma de rodillas para clavar en el preámbulo del reloj una palabra de gratitud. Gracias, mi Señor, por este regalo de generosidad al alimón: de Ti y de los hombres.

9 de la mañana: La limpieza

Es una gloria ver ya este pavimento que luce como los chorros del agua. Me gusta verlo así, mientras la toalla va pasando a su vez por la frente, la mejilla y la boca. Es grata esa sensación de cerrar los párpados y abrirlos después de haber frotado tercamente a lo largo de las pestañas. Parece como si las pupilas se contagiaran también de la hermosa transparencia del agua de la palangana.

A las nueve de la mañana de este día que apenas se estrena, te adelanto con prisa mi deseo de ir recreando los sucesos y las peripecias de cada minuto con una airosa bandera de esperanza: que mis ojos sean también claros, serenos y transparentes para ver los hechos y las criaturas, a la luz de aquel mediodía de gloria en que Tú las modelabas con ternura. Porque diste testimonio de amor, yo creo ahora fervorosamente en la bondad de las gentes.

11 de la mañana: La visita del médico

El médico ha tenido hoy un deseo especial de reconocerme a fondo. Me ha puesto el termómetro, auscultó los bronquios y también se detuvo en el corazón. Quiso a su vez tomarme la tensión, y cuando me iba ciñendo el brazalete, yo le seguía con curiosidad. Lo infló por último y yo diría que entonces notaba los borbotones al pulsar la vena sobre el codo. Después tiró de bolígrafo y los nombres de los medicamentos salían seguros, como quien está mirando a alguien en la cara y sabe que tiene orejas.

Me ha gustado, Señor, este modo de conocer mis males de raíz. Desde aquí, entre cuatro paredes y pensando en el mundo, a uno se le pueden ir los juicios por los caminos opuestos del tremendismo o la superficialidad. Ahora, con mucho sol en los cielos para ver exactamente, tiro de todas las realidades y peripecias del universo para ahondar en su origen y ver de aplicarles la parte buena de mi pequeño tesoro personal. Sé que en una zona, que en el mapa pintan de colores y que se llaman Malasia, Kenya o Patagonia, hay miles de criaturas con cavernas de incredulidad o ignorancia en el alma como sin ir más lejos también se rozan conmigo en la conversación. Pero a su vez conozco del maravilloso antibiótico o las hidrácidas que son la oración y el sacrificio. Cada cuenta de mi rosario, cada lamento enrejado tras los dientes. Cada paseo que ya nunca podré dar de por vida, yo los pongo en vilo sobre los tejados como el más infalible de los medicamentos. Si no por mí, por el tesoro que nos conquistaste, creo rabiosamente en el poder milagroso de la oración y la ofrenda.

12 del mediodía: La inyección

Vino Vicente a pinchar: cuatro clases de vitaminas, el Cortivister para la tensión y el Edemox para la inflamación de los tobillos, si alguno quiere abarcar mi brazo con su mano, hace pulsera y hasta le sobra una falange. Con las piernas, poco más o menos. Por eso, Vicente, el hombre, para que no se le rompan, tiene que pinchar con gruesas agujas y también a cámara lenta. Vaya, que aquí no hay paliativos para el dolor. El sufrimiento hace acto de presencia en este instante rompiendo y dañando, como el camión que arremete contra un muro. La realidad la tengo en un ángulo que descarna pero mañana o pasado me notaré con más glóbulos y también con una fortaleza que triunfa sobre los desmayos.

El dolor, ya en su línea de presencia, lo tengo también aquí con un latido de promesa, como un dialogo de esperanza. Uno devora los placeres, y el egoísmo le ciega la ruina que está metiendo en el alma de los hombres, como el viajero que lleva el cólera morbo pegado al maletín. El dolor, mi radical e intenso dolor, lo acepto hoy con alegría, con esperanza, como un hombre que se pone a la lente de un microscopio, examina un campo repleto de bacilos y luego arroja un cultivo de hongos y va siguiendo la escabechina con alborozo. Mis inyecciones, el forzoso paladeo de las mismas medicinas, la herida candente de la soledad, los pongo en el tubo de ensayo de tus manos para que cicatricen las llagas de los hombres sin luces y los corazones de cartón-piedra.

3 de la tarde: El reposo

La cruz, la auténtica, esa tuya de Judea, no tenía barniz ni superficies cuidadas, como las que cuelgan de las paredes de las iglesias y las casas. Era eso: como el tronco de pino con costra, que araña cuando nos echamos en él en la tarde de campo. Tus espaldas, ya se sabe, como el hierro por el que pasa una lima de esas gordas, de devastar. Por eso hoy noto una tremenda vergüenza al hablar de cruz desde una tumbona o sobre un colchón ‘flex’. Pero Tú eres así de mágico y no sufrías solo para hombres con túnica y barbita.

Tu Cruz está viva sobre las terrazas de nuestros sanatorios para glorias y triunfo de las criaturas de siempre. Si un turista de tu tiempo hubiera entrado en Jerusalén en la tarde del Viernes Santo, pensaría que eras un Chessman del montón en la cámara de gas. Aparentemente aquello era vulgar, como lo son nuestras camas alineadas, nuestras perspectivas detrás de los cristales, nuestro forzado recluir tras las lindes de una habitación. Porque Tú lo quieres, yo soy también un crucificado, un ajusticiado que colabora en la redención del mundo con una novela de Agatha Cristie sobre las sábanas, para seguirte a su vez en lo de las paradojas. Bueno, porque Tú lo deseas, vamos a seguir por este deslumbrante y glorioso camino de las contrariedades aparentes. Mira, te veo en la Cruz, bien atornilladito, como un bebé ceñido por la cintura a la sillita de paseo, para que no se mueva, totalmente inútil, y así me veo yo también detrás de los cristales, sin poder teclear a máquina o manejar unas tenazas, y doy fe de la fuerza transformante del NO de nuestra carne que se enfila por un camino de Gracia. Donde los tejidos y la sangre dicen que NO, yo siento que es que SÍ.

Que NO gritan mi ruina física, mi impotencia, mi terca quietud, mi áspera soledad, el tenaz corrosivo de las posturas incómodas; pero SÍ, contestan los corazones que, como correspondencia, se ponen en marcha en un mundo lejano o esos hombres de Dios cuyos brazos fatigosos sienten de pronto una extraña sacudida de fortaleza. En esta hora de pensamientos, te ofrezco ilusionadamente toda esa dinámica de salvación que brota de mi laxitud curativa.

6 de la tarde: La fiebre

Anteayer, 38.7; ayer, 38.5; ahora, 38.6. La gráfica, así, como unas montañas rusas. ¿Qué tendrá, Señor, la fiebre para esta ansia, este voraz deseo de comunicación, este ardor que busca la yesca de las criaturas para correr como el incendio de un bosque en verano?

Tú también eres un Dios con fiebre, con fiebre de amor, que es la buena. Nos miras a las criaturas y a la par tienes el mercurio hasta arriba en el termómetro del corazón. Yo, mi Cristo, no me quejo, sino que te pido, la fiebre de las entrañas. El mundo es como una gigantesca canalización de venas y arterias por la que circula tu Sangre. En cualquiera de esos ríos lanzo hoy a navegar el leve cascaron de mis ansias de amor por los hermanos para que siga como una boya tras la estela de tu nave. ¡Mira que mi fuego de amor no se atrinchere como un canario en su jaula, sino que se multiplique por todos los lugares como un fuego de ternura, de caridad y de bienaventuranza!

9 de la noche: en tinieblas

Va ya para media hora que mi hermana apagó la luz, se fue y ya todo es negro en mi alrededor. Esta tarde, cuando el crepúsculo empezó a desmelenarse por detrás de los cristales yo empecé a notar una vaga congoja en el corazón. Y es que los atardeceres son como un morir de la naturaleza que nos arrastra un poco en su agonía. Ahora no veo nada, ni siguiera el vaso de agua, o el libro, pero yo sé que están ahí y, si alargara mi mano, habría de sentir el fino tacto de sus superficies. Así también con su realidad y el seguro fruto de nuestra cosecha.

A Ti no te vemos ni tampoco a las criaturas que salvamos, porque un día dos personas intentaron contra la fe, apenas mordisqueando una manzana. Desde entonces hay que creer sin ver para pagar con fe la correspondencia. Por eso yo mismo, en medio de la densa oscuridad, quiero sentirme ‘anti-Tomás’ y te digo: Creo, Señor en el poder misionero de las manos que no tocan y de las pupilas que no ven y junto a los parpados somnolientos, yo reclino mi seguridad en una cosecha de fe en los hombres de todas las razas.

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