Quizá la costumbre de la Semana Santa, el llevar muchos siglos recordando lo que pasó hace, ya, muchos más siglos, nos haya hecho perder el verdadero sentido interior de la misma. Y Lolo nos habla en este artículo de que lo relacionado con las procesiones tiene sus razones de ser y que las mismas no son pocas.

El arte se ha supeditado a lo que significan cada uno de los personajes que procesionan en la Semana más Semana del año para el discípulo de Cristo. Y las cosas no se hacen sin razón alguna sino, al contrario, con muy reales causas y razones.

Tanto Cristo como la Virgen y, en fin quien acompaña a las imágenes tienen un ser interior que los incardina en los pasos de Semana Santa. Y Lolo, como uno de sus temas preferidos, lo explica más que bien.

 

 

Publicado en la revista Úbeda, el 12 de marzo de 1964.

 

El arte supone belleza y la religiosidad se mueve como por un deseo de corresponder al que es la quinta esencia de toda belleza. De aquí que el arte haya alcanzado sus más firmes dianas sirviendo a la religiosidad y que la religiosidad encuentre en el arte como una fórmula feliz.

Pero el arte, como elemento de radicación humana, tiene sus principios fijos, que hay que acatar.

Las procesiones de Semana Santa -religión, arte- poseen también sus premisas, que el finísimo instinto popular sanciona en ese tribunal que es el gusto del creyente.

He aquí una pequeña muestra.

EL CRISTO

Toda la configuración del Cristo doliente gira sobre la teología varonil del sufrimiento. Jesús, como hombre, es fortaleza, no puede acusar la debilidad. Todos los rasgos, toda esa teoría que confluye en la obra perfecta del «paso», ha de llevar un distintivo viril, de tortura no encubierta, de pócima sin camuflar que Él toma con su ejemplo sin gestos.

¿Luces? Sólo una en cada esquina, cuatro blandones de fulgor espectral que habla ya de una inminencia fúnebre.

¿Flores? Rojas, muchas y a los pies, como un piélago sangriento que brota de sus heridas para anegarnos y redimirnos. Hay que moverle, pero en un caminar lento, al aire de seco y monótono redoble, con un balanceo lateral que hable de la titánica andadura, del sobrehumano rodar hasta el Calvario que salva.

Finalmente, el «paso» acepta su Cirineo, pero en el extremo, para que gravite todo el peso sobre el hombro sangrante de Cristo. Porque la obra de la Redención, no admite paliativos.

LA VIRGEN

Cada trono mariano es como una sublimación de la maternidad corredentora. Por eso, a Ella, como madre y mujer, hay que atenuarle en lo posible el dolor que lleva por delante, de un hijo en el patíbulo. De aquí ha nacido “el paso de palio”, como un fanal de afectos que la aíslan; la pródiga insistencia de la saeta; el boscaje de cirios que se le anteponen; la múltiple flor que repta por los varales con un alegre y puro matizar blanco, toda una piadosa algarabía de los sentidos para velarle el clamor que a solo unos pasos cerca al Hijo de sus entrañas.

El secreto del paso de Virgen, tiene un sencillo y tierno matiz de consolación.

LA MARCHA

Todos los actos del cristiano se abren con el escueto y puro trazado de una cruz. A la procesión, también, la inician y amparan -la guía- los simbólicos trazos perpendiculares. La escoltarán las dos candelas de la fe, a la que protege la policromía de los faroles, los matices de nuestro ánimo, que cambia, pero permanece en la fidelidad, después, el guión cofradiero. Luego, el resto de la Hermandad. Y, al fin, el Cristo, el eje del ciclo liberador, con su representación pasional en alto, con su verdad al viento para la meditación y el recuerdo. Por último, la Madre, como una concesión, porque sufriría más quedándose recluida.

El silencio es como el sello característico de las procesiones. No probéis a suprimirlo porque se tambalearía la liturgia. Contando con el silencio vive la impresionante acústica menor de las procesiones: el chisporroteo de los cirios, el golpe seco del báculo sobre el empedrado, el áspero roce de la esparteña, hasta el suspiro que la angustia anuda en la garganta.

No es aferrarse a un tiempo ya ido; sí, al sentido litúrgico de la iglesia: a los «pasos» no le van las iluminaciones artificiales. Luz de cera pura que pone en la cara la brasa de oro del amor divino y en los ojos un brillo de conmiseración.

Por último, que no se atente contra la cronología de la Pasión. Un nazareno, por ejemplo, tiene su hueco fijo en el itinerario redentor, entre un Jesús flagelado y un Cristo expirante. Lo demás, sería como una ofensa inferida a la verdad.

EL PENITENTE

La mortificación fue siempre una práctica secreta, sin trascendencia externa. Por eso, el penitente debe velar el rostro encapuchándolo.

La Cofradía tiene un sentido fraternal. De aquí, su marcha corporativa, religados incluso.

Como la Iglesia tiene su cielo cromado, así también la Pasión en las túnicas: rojo en la mañana de Ramos, como una exultación por la venida; verde en el Huerto, aceptación florida entre olivares; morado en la Flagelación, en el Vía Crucis, en la agonía, como recuerdo de las huellas cardinales; negro, de luto; blanco, de triunfo final… Color en la Semana Santa como lo tienen nuestras alegrías y dolores, nuestros llantos y consolaciones, para los que Cristo concedió la luz de la esperanza.

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