Curiosamente, y suponemos que no por casualidad, esta misma semana hemos traído a esta casa de la Fundación Lolo dos artículos publicados por el Beato de Linares (Jaén, España) referidos a enfermedades. Y es que de todo tiene que haber en la viña del Señor…

El caso de la bomba atómica con la que se finiquitó una Guerra Mundial iba a tener consecuencias no buenas. Y es que, según nos dice Lolo, la radiactividad que provocan explosiones de tal jaez no se terminan en el momento sino que duran más y muchos años.

De todas formas, como no podía ser de otra forma, a la par que se ha experimentado con tales armas ha habido científicos que han hecho lo propio para disminuir las consecuencias de la radiactividad. Y eso, al menos, salva en algo el proceder humano.

Otra vez, por cierto, Lolo hace de un tema árido algo digerible.

 

Publicado en la revista Signo, el 4 de noviembre de 1061

 

Dos etapas tras la explosión atómica:

Concentración de átomos radiactivos en la estratosfera. Y descenso sobre la tierra después de unos años.

Cuenta cierto radiotelegrafista que cuando el 17 de julio de 1945, en Berlín, puso en las manos de Mr. Truman el texto de un cablegrama, le vio en la cara una bonachona sonrisa de hombre complacido. Dice que le sintió respirar tan hondo como solo se hace, al fin, a la puerta de los quirófanos de la maternidad. El texto no era para menos: “Los nenes nacieron satisfactoriamente”. Solo quienes estaban al fondo de las palabras-clave comprendieron que la paternidad de Mr. Truman era muy distinta a esa de un cuerpo que solloza y que late: había nacido la primera bomba atómica.

Dieciocho años después, el ex presidente de los Estados Unidos recibe una nueva noticia, a la que, precisamente, no le caen muy bien los gestos desenfadados: el doctor Pauling, premio Nobel de su mismo país, ha declarado que 400 bombas nucleares se bastarían para acabar con toda la vida humana y que casi tres millones de niños nacerán en el futuro con faltas congénitas a consecuencia de los experimentos nucleares. Y lo escalofriante es que lo dice al mismo tiempo que estalla una superbomba rusa de 50 megatones a la que puede que siga otra de doble potencia. He aquí por donde, con el pantalón largo el antiguo bebé ha cometido la primera gamberrada.

Tiro al blanco

Hace un año, cuando se lanzó el “Venusink”, se dijo que era como apuntar con un fusil a una mosca situada a mil kilómetros y darle. Lo que ya es cierto es que las veinte bombas rusas explotadas (ahora) entre septiembre y octubre y las otras veinte que se anunciarían para lo que queda de año, son como la flecha que parte hacia el corazón de infinitos niños distantes, no menos históricos un día por invisibles y lejanos. Si el comentario en media hora de Hiroshima y Nagasaki puso al mundo una contracción de horror, también debe de preocuparnos el universo futuro de tarados y anormales que puedan crear hoy los que con nosotros conviven.

Cuando se produce una explosión atómica, entran en actividad casi dos centenares de elementos radiactivos. Si se cuida que el estallido ocurra en el aire y en superficies inhabitadas, los daños de la detonación suelen ser mínimos, pero la radiactividad tiende a huir hacia la atmósfera en la estratosfera para luego ir descendiendo paulatinamente a lo largo de varios años. Esta característica escalonada del descenso permite que se reduzca y desaparezca la virulencia de los elementos radiactivos de vida corta, que son casi todos. Sin embargo, quedan aún varios de naturaleza más o menos prolongada, que son los que ponen las dos tibias y el cráneo fatales sobre la figura del hombre: el estroncio 90, el 89, el cesio 137 y el Iodo 131, sobre todo el primero.

El garbanzo negro

El estroncio toma su nombre de Stroncio, lugar de Escocia donde se descubrió. Su peso específico es de 87,83 y de hecho es inofensivo. Pero el estroncio tiene un hermano mellizo que le ha salido ratero. Su tarjeta de visita es la siguiente: peso 90. Vida media, veintiocho años. Similitud de asimilación por el organismo, a la del calcio. Periodo de actividad en el cuerpo humano, siete años. Nacimiento en las explosiones, abundante.

El descenso normal de estos cuerpos activos suele ser de un 10 por 100 y se apoya en la fuerza de la gravedad y, sobre todo, en la actividad de las lluvias y las nieves. Las precipitaciones, a veces, arrancan índices de isótopos muy crecidos, como ocurrió hace cinco años en el Báltico, en que la radiactividad llegó a subir hasta un índice peligroso.

Impacto en el hombre

Al descender, de las alturas, el estroncio tiene un círculo de penetración que se puede resumir así: suelo –plantas-animales-alimentos-hombre. Más del 70 por 100 de la cantidad desprendida suele quedar en los cinco centímetros primeros del suelo, favoreciéndose aún más con la lluvia. Al caer sobre las plantas, pasa directamente al hombre en la alimentación vegetal o a través de la carne y la leche de las vacas que lo asimilaron en los pastos.

El mal del estroncio se facilita, en el cuerpo humano por su semejanza de actuación con el calcio. El plasma de la sangre tiene una asombrosa facilidad para transvasarlo a los huesos. Amparado en el pasaporte del calcio, el estroncio usa de una indulgencia para trabajar como caballo de Troya. De preferencia se le ha localizado en los huesos, especialmente en el esternón, aunque también se le ha visto en el pulmón y la retina. En las cenizas de los huesos se le ha llegado a censar en una proporción del 70 a 170 partes por mil.

Orden de bajas

Las células más afectadas son las que tiene una función multiplicadora. Están en primera línea las de la médula de los huesos, que originan los glóbulos rojos y blancos, las de los intestinos, el bazo, las glándulas linfáticas, los huesos y las generativas.

El desequilibrio de la médula supone la leucemia. El de los huesos, los sarcomas y canceres. El Comité de la Asociación de Científicos Atómicos calculaba en 1954 que las simples bombas de un megatón (un millón de toneladas de dinamita) eran capaces de motivar cánceres de huesos a unas 1.000 personas. Hasta Bikini el saldo de detonaciones era de 50 megatones, lo que por sí misma ha conseguido solo la bomba rusa de Nueva Zambia.

La verdad de la herencia

Donde los años cobran mayor dimensión es en el campo de las células reproductoras. Al hacer diana en una de las criaturas de hoy, queda ya afectada su posible descendencia.

Los griegos pusieron los puntos sobre las íes de la belleza, fijando sus proporciones pero lo que ignoraban sin duda era que ya Dios marcaba en el embrión humano la pauta de ese prodigio estético que es el cuerpo de la criatura. En el núcleo de las células que han de originar un nuevo ser figuran unas partículas que se llaman genes, a las que se les encomiendan las características del hombre inmediato. Si tenemos veinte dedos, dos labios, un corazón, el gesto de papá, los ojos azules de mamá es porque ya va así determinado. Las radiaciones afectan a los matices de la herencia, originando unos cambios que son tanto más nefastos cuanto más abundantes. Y lo peor es la transmisión en cadena. Un nuevo ciego dará a su vez otros hijos sin luz. Y así sucesivamente.

El estado de la cuestión

Cabe preguntarse si las contaminaciones han llegado ya al extremo de hipotecarnos el futuro. Ciertamente que no, porque entonces la rectificación sería imposible. El estroncio y su panda manchan el aire durante mucho tiempo. Lo fatal de esta contaminación obliga a forzar las medidas para impedirlo.

Ni que decir tiene que aún no podemos hablar de pruebas hereditarias. La palabra la tienen tan solo los biznietos de Hiroshima. Entretanto, la ciencia no descansa. Puede que algún día nos nazcan los monstruos, pero en la tierra de nadie del tiempo han empezado a trabajar los ángeles buenos que también andan por los laboratorios, esos que un día con hidrazidas o la cortisona y otros con la penicilina rectifican heroicamente las aventuras de los genios torcidos. Como el punto de partida han de ser los testigos hereditarios, se ha pensado en adelantar este proceso por medio de experimentos en animales de corta gestación. En Oale Ridge, por ejemplo se intenta irradiar a más de 100.000 ratones tan solo en un período de diez años. Los roedores tienen las mismas normas hereditarias que los hombres y dan unas seis generaciones por año. Lo que quiere decir que anticiparían unos cinco mil años de experiencia. Por lo pronto se empieza a pensar, con fundamento, en la fuerza selectiva de los elementos hereditarios. Se cree que en la lucha por la vida deben triunfar los principios más saludables, desbancando a los más débiles.

Se combate a la vez por sustancias que protejan contra la radiactividad. Con las debidas reservas se cuenta que el doctor Overman, de la Universidad de Tenesse, ha llegado en manos de una efectividad de 100 por 100 con ciertas drogas.

El esfuerzo más trascendente se centra en la eliminación del estroncio. Mediante un riñón artificial se ha logrado expulsar un tercio del estroncio inyectado a unos perros. Sin embargo, el optimismo no alcanza más que al material en circulación. La ciencia sigue siendo importante una vez que éste se enquista en los huesos.

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