Rafael Zabaleta, según leemos en este artículo de Lolo, fue un pintor a quien encantó tanto la tierra donde había nacido que nunca dejó e, incluso, fue a morir en ella. Pero Manuel Lozano Garrido hace, en este primer artículo, un dibujo (por así decirlo) que define muy bien al pintor de Quesada.
Podemos decir, según aquí leemos, que la tierra y sus gentes, los animales y sus vidas y, en fin, todo lo que podía conocer directamente Zabaleta, fue el motivo y la causa de su pintura. Y no por eso dejó de ser conocido en el extranjero, como aquí podemos leer.
Está claro, leyendo esto, que Lolo admiraba mucho a Rafael Zabaleta y aquí se nota a la perfección: conocimiento y admiración entre jienenses universales. Por eso este artículo está tan bien «pintado».
Publicado en el diario “Jaén” el 21 de junio de 1964
El día 23 se cumple el cuarto aniversario de la muerte del gran pintor Rafael Zabaleta, nacido en Quesada y una gloria que desborda todo límite para convertirse en un triunfo universal. Con tal motivo iniciamos hoy la publicación de un par de reportajes; en los que se aborda, primero, su concepción estética, para analizar después las características geniales de una forma en las que acertó a plasmar toda la grandeza de su mundo interior.
Por ahora hace cuatro años que murió un hombre. Tuvo una muerte gris, en una ciudad perdida en la sierra, con su cura de pueblo y su médico de pueblo. Todos los días mueren así hombres a manojillos, pero aquél se llamaba Rafael Zabaleta, era pintor y por sus cuadros se armará pronto una zarabanda de millones.
Recuerdo que hace unas temporadas se celebró en París una exposición de grabados de los “premiers” de la pintura. Hubo matisses, braques, cezannes y picassos, pero a la hora de editar el cartel que vio que, en la firma, estaba el españolísimo nombre de Zabaleta.
Por otro lado, cuando él murió, se estaba celebrando en Venecia la Bienal del Arte correspondiente. La dirección y los artistas tuvieron esa vez una marcada preferencia por lo abstracto. A pesar de todo, Zabaleta fue invitado exclusivamente a hacer una exposición antológica, y veintiséis de sus lienzos y otros tantos dibujos llenaron las dos salas de preferencias.
Todo esto lo digo para ir a parar a que en Andalucía ha vivido hasta 1960 una de las figuras más representativas de la pintura universal. Aguiar, quedándose corto, lo consideraba como uno de los cuatro grandes del arte contemporáneo español; y Don Eugenio d’Ors, tan meticuloso siempre en sus juicios, escribió de él apenas en su primera salida: “Ignoro el año en que nació en Quesada, provincia de Jaén, el pintor Rafael Zabaleta. Tal vez un día se escogerá convencionalmente este dato como principio de la Era en que se consumó una revolución decisiva en la pintura española”.
HOMBRE CON ALPARGATAS
Si la crítica fue siempre unánime en la alabanza, Zabaleta no fue nunca lo conocido que merecía. Ya se sabe: La crítica para los “diletantes”. Las revistas con portadas de colores que están sobre las mesas de los casinos o en la antesala de las peluquerías, parecen ignorarle sistemáticamente. Había algo que los seminarios “populares” no soportarían jamás al pintor de lo popular: Su empeño en abrirle paso a su pintura a pecho limpio, sin bigotes engomados, cigarrones metafísicos o aterrizaje en huevo de plástico: que se hubiera escabullido por carreteras de tercer orden y nunca mendigara el “flash” o las galerías “chic” porque a él le llenaba plenamente la vida humilde de una ciudad sencilla; que se hiciera asequible en las plazas, las romerías, las tardes de campo o la tertulia del boticario, pudiendo lucir antesala como un maharajá.
Yo conocí a Zabaleta cuando ya colgaba en los museos de Nueva York y los marchantes de París le cotizaban como merecía. Antes medí su pintura con frialdad y me ganó sólo el artista. Después hablé con él muy largo y tendido, entre sus gentes y sus paisajes, y me conquistó el hombre, aquel centelleo interior que le relampagueaba por los ojos. Hoy os hablo del genio y de la criatura, de cara a la tierra y a los hombres que él acertó a glorificar con los pinceles.
TIERRA, COLORES Y HOMBRES
Quesada, por obra y gracia del genio de Zabaleta es el eje visible de un mundo en el que las maravillas de la Naturaleza sirven a una humanidad que en silencio se ha ido decantando y enriqueciendo en el esfuerzo y en el dolor. Tíscar, la capital mística es como un florilegio geográfico que se aúpa y transciende de cara a una luz única, limpia e infinita. El temblor de estreno y la bravura del génesis permanece allí como en la mañana del primer domingo. Si Tíscar es el paraíso de los colores, por las cumbres de los bosques se oye el galope primitivo del corzo, la cabra montés, jabalí y la zorra. Con todo, el pedestal lo tiene allí el hombre, un hombre puro y elemental, sedimentado por los siglos y fortalecido en la lucha y en el triunfo sobre los elementos; un hombre que desde sus espaldas, sangrantes y dolorosas, ha sabido encaramar hasta la frente las bellas líneas de una cruz.
EL LORCA DE LA ALTA ANDALUCÍA
De cara a esta humanidad y a esta naturaleza nació, vivió y murió Rafael Zabaleta. Observador y contemplativo, la belleza y la valentía que le rodeaban se le fueron remansando lentamente en el pensamiento. Allí vivió siempre porque nadie puede desarraigar a un hombre del sitio que le llena plenamente. Cada año, es verdad, se largaba a París o Génova para confrontar tendencias, pero a la tierra volvía siempre con el impacto de las galerías y entonces se calzaba las zapatillas y, ¡hala!, meses y meses en la sierra, amurallado por la falta de carreteras, el frío o la nieve y al margen de los cenáculos. Fue un hombre que nunca pintó de cara a los cheques de banco ni a los museos porque le sobraba dinero y ansias de honores. Su primera salida la hizo a los cuarenta y tres años, sin prisa, con su arte ya dorado y a punto. Eso sí: los pinceles se le curvaban siempre con un cierto aire de caricia, con un profundo amor a las criaturas y a los paisajes que le rodeaban. Yo lo supe fácilmente cuando él mismo me contó que tenía muchas ganas de presenciar una tormenta en medio de la sierra: Por fin —contaba — una vez tuve la ocasión. Cuando oí que ya tronaba cogí al perro y con él fui hasta lo más alto, a la cueva de los Abades, ¡Si vieras aquello! El perro temblando, se escondía más y más en lo hondo de la cueva. Yo me fui a la entrada y paso a paso, fui siguiendo a placer aquel despliegue de estampidos, fulgores y colores cárdenos. Pero con todo, lo más impresionante era el hombre, los hombres; aquellos pastores que recogían el ganado y gritaban, comunicándose. El hombre como un rey.
UNA CORONA DE COLORES
Yo he pensado que la clave de la pintura de Zabaleta bien puede estar en el hombre que se corona sobre la grandeza de los elementos. El pintó mucho a la zorra, la cabra y el jabalí; al bieldo y las eras; a los cortijos y las noches de luna, pero todo giraba en función de la bondad y la mansedumbre de la criatura que vive oculta en la montaña. Zabaleta pensó de siempre que el alma de aquellas gentes bien merecía una exaltación. El “cómo” se lo dio la literatura de Azorín. A Zabaleta le gustó Azorín, aquella manera escueta y justa de perfilar a las criaturas y a las cosas, los cuatros trazos esenciales con los que ponía en pie una interioridad. La gracia íntima del mundo que le rodeaba, con la seguridad ante el dolor, la unción y el rito del trabajo, el calor de hogar, la impasibilidad ante la muerte, la brava y eterna esperanza, la fe que se testimonia con la rodilla sobre los guijarros, tenían una sorprendente reserva de belleza con la que dar cauce de más altura. La intuición le llevó a (hasta aquí tenemos de este artículo
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.