Lolo vuelve a demostrar otra vez (y son muchas veces las que lo hizo) que no se limita a escribir, digamos, así, en la superficie de las cosas sino que ahonda todo lo que puede y sabe.

En este artículo, Lolo nos muestra el desarrollo de, digamos, la mirada del hombre a lo más pequeño, lo que es la existencia del microscopio. Y lo hace, claro está que con sus propias características, desde Arquímedes hasta el mismo tiempo de la vida del Beato de Linares (Jaén, España)

No podemos negar que, leyendo este artículo, el ansia de aprender y de conocer del ser humano que se ocupa de la ciencia, no ha sido, precisamente, escaso sino, al contrario, más que destacable.

 

 

Publicado en la revista Vida Nueva, el 11 de noviembre de 1962

 

La importancia de las cosas y los sucesos las suelen medir los periódicos por la colocación y el tamaño de los titulares. Sin embargo, hay momentos en que un hombre se quita una zapatilla, la coloca sobre la mesa redonda, y el consiguiente sensacionalismo deja en mantillas a todo lo que no sea puñetazos y descortesías. Cuba, Laos, Argelia y el Congo le han puesto pie al cuello a una noticia cuyo beneficio repercutirá en el tiempo más allá del ruido de los tanques y las ametralladoras. En Toulouse, el profesor Dupouy, del Laboratorio de Óptica Electrónica, ha conseguido observar en “vivo” el funcionamiento de numerosas células de animales y vegetales a través del microscopio electrónico.

A quienes no frecuentamos las platinas de los laboratorios, la noticia puede pasar como uno de tantos avances que van jalonando el camino de la ciencia moderna. Y, sin embargo, el hecho es de tanta trascendencia, que cabe decir que todo un mundo sugerente y misterioso ha levantado su telón para entregar el fruto a la sed de los investigadores. Con el hallazgo de Toulouse puede decirse, sin exageraciones, que ha comenzado una nueva edad en la Era del microscopio; ese ojo grande de que el hombre ha sabido proveerse para ensanchar y profundizar el campo de sus pupilas. Como la órbita de nuestros propios ojos, todo cuanto se relaciona con el esfuerzo del hombre por apresar las imágenes diminutas es tan curioso, noble y bello que, antes de ampliar la noticia, hemos creído de interés ojear las duras, pacientes y gloriosas etapas de ese instrumento que tan leal y honestamente viene sirviendo a la ciencia.

UNA HISTORIA CON LUPA

Puede que siente a broma colgarle un microscopio a cualquiera de los barbudos hombres trogloditas que protagonizan los chistes de Mingote. Y, sin embargo, desde que el hombre es hombre, todas sus horas están presididas por un ansia de agigantar esa fuente de conocimiento que es el mundo de las imágenes. Hay que ver siempre a la criatura con los mismos ojos expectantes con que nosotros, por ejemplo, contemplamos un bello amanecer. De la cueva al televisor, del grano de trigo descascarillado sobre la palma al campo magnético hay unas sensaciones comunes, que se llaman ansia de sabiduría y asombro. Por eso el primer crecimiento de las imágenes le viene al ser con la invención de las lentes. Arquímedes, con sus vidrios que concentran los rayos solares, está en el vértice glorioso de esta prehistoria del mundo de lo pequeño; una prehistoria que se prolonga decisivamente, pues hasta apenas hace siglo y medio ha permanecido intacta la muralla de los cuerpos de un positivo interés científico.

La fecha triunfal de la microscopia la graba el año 1830 con la invención del microscópico acromático, lo que no es obstáculo para que con una anterioridad de doscientos años, dos hombres, Hook y Leuwenhoeck, enriquezcan el tesoro de la ciencia con unos hallazgos que se engrandecen sobre sus propios medios de investigación. A Roberto Hook se le debe los pormenores de la constitución del corcho y el nombre de “célula”. Lauwenhoeck llegó por sí mismo a centenares y miles de investigaciones.

Pero, como decimos, el verdadero espaldarazo le llegó a la investigación con el microscopio acromático. Gracias a él el ojo humano alcanza la plusmarca de la milésima de milímetro. De repente, todo un campo inmenso se abre en abanico ante los sabios. El salto es verdaderamente espectacular. Algo así como estar oteando la lejanía con una visera y pasar mágicamente a verle los pelos de la barba al campesino que se esfumaba en el paisaje. Los campesinos del microscopio empezaban a ser en este caso las bacterias y los grandes virus. La medicina estaba de enhorabuena.

UNA “VEDETTE” LLAMADA CARBUNCLO

Del fruto consiguiente se encarga un alemán serio y de mirada dura: Roberto Koch. Desde París, Luis Pasteur había intuido las causas de muchas enfermedades por la existencia de seres infinitesimales. En Bollsteiin, el pueblo de Koch, una extraña dolencia dobla la cabeza de las reses. El se decide entonces a pasar por la retícula las teorías que alborotan los cenáculos parisienses, y el carbunclo se planta como el Gagarín de los microbios.

Mas con todo lo satisfactoria que es esta etapa, la investigación ha de plantar sus tiendas. La milésima de milímetro queda como “techo” insuperable. Entonces todos los esfuerzos se enfilan a aclarar en lo posible el camino de las exploraciones. Así, por ejemplo, se viene notando que el aire obstruye y retarda el paso de los rayos luminosos, y es entonces cuando se crea la “inmersión, el “baño” del cuerpo en un clima más transparente, y el uso del fondo oscuro y la luz ultravioleta, completándose esta purificación de elementos con ampliación fotográfica.

OPERACIÓN MOLÉCULA

Sin embargo, ante la ciencia aún queda en pie un telón para el que no cabe otro paso que el de las suposiciones. Los virus, el campo molecular, y no digamos la interioridad de los átomos, tientan y cierran el paso como una nebulosa lejana. Pero la salud del hombre necesita librarse de los grilletes de la ignorancia. Los naturalistas, los biólogos, los médicos, se irritan ante un lazarillo que no les vale. A la ciencia moderna la lente le queda tan chica como el uniforme de colegial al mozo de pelo en pecho. Para un siglo de luces hacen falta también unos ojos infinitesimales. La fórmula surge con la aplicación de las teorías electrónicas. Estamos en 1.924. Luis de Brogilie habla del poder emisor de los electrones. Apenas unos años después se comprueba que la onda del electrón es cien mil veces más pequeña que la longitud de la luz, con lo que, una vez sustituida, la imagen se beneficiaría de un aumento análogo. De ahí al microscopio electrónico no hay más que un paso. Su funcionamiento se basa en que los haces de luz son suplantados por los electrones, que “calan” la materia en observación. El cometido de focalización de las lentes es reemplazado por los campos magnéticos. El resultado es, por ejemplo, que cuerpos como la célula, que hasta ahora apenas habían sido observados en su estructura, descubren abiertamente toda su interioridad. Es más, cabe anunciar que se ha derrumbado la bandera de la molécula.

LOS ENANITOS SE MIDEN

Para dar una idea del colosalismo de este esfuerzo hay que hablar de medidas y de números. Cuando vemos parpadear una estrella, que pueda que ya no exista por la inmensa distancia que recorre la luz, tan velocísima, sentimos el escalofrío de lo maravilloso y lejano. Pues bien, se puede decir que a esos cosmos supergigantes corresponde otro universo de cosas minúsculas, no menos sorprendente y admirable. Es un cosmos tan leve, tan casi etéreo, tan en la otra punta del colosalismo, que también para él hay que crear una medida de años-luz, pero hacia “abajo”. Cuando el chiquitín milímetro de nuestro sistema decimal se le quedaba grande a las cosas inferiores, hubo que inventar la micra, que, como se sabe, es su milésima parte. Pero en ese campo es como querer tomar la horma de un chaleco con una vara kilométrica. Es entonces cuando nace la milimicra, un nuevo divisor que sigue el ritmo de las milésimas. Por añadidura, el microscopio electrónico se resiste a lo que considera falta de precisión y surge el angstron que supone la décima parte de una milésima. En consecuencia. Que si Ud. hace números, verá que las cifras se le han convertido en espeleólogos y el milímetro se ha descompuesto en diez millones de angstron. Parece suficiente, pero la ciencia no puede conformarse mientras estén los átomos por desmenuzar. Por eso, como antes con el microscopio acromático, ahora se intenta hilar y clarificar el escenario en que se investiga. De esta forma surge el sombreado y la réplica, que son, respectivamente, un tratamiento de vaporización de los cuerpos para destacar contornos y profundidades y una especie de mascarilla realizada con materias densas. Por añadidura, la fotografía pasa a ser un comando más en la lucha por la beneficencia de los hombres. Ya sus cámaras se han hecho diminutas, aplicadas al laboratorio, consiguen unas reproducciones con doscientos mil aumentos. Más claro: que de una cabeza pequeña de alfiler se podría conseguir una ampliación de tamaño de una capital de provincia.

INDULTO PARA LAS CÉLULAS

Pero el gigantismo del microscopio electrónico tuvo a su vez desde el principio sus pies de barro. A los sabios les alegraban aquellas perspectivas insospechadas, pero un algo imperfecto les minaba su triunfo, así como el desaliento de aquellos ángeles de la comedia de Benavente, que modelaron en el cielo, con dulce, la figura de una suegra y, al chuparse los dedos, notaba una sensación extraña. Y es que era de azúcar… y amargaba. Se venía colonizando un mundo que de tan minúsculo casi parecía inverosímil; pero el botín era siempre un campo de cadáveres. Los electrones solo se propagaban en el alto vacío por medio de una corriente que oscila entre los cincuenta mil y los cien mil voltios. Su consecuencia era la falta de humedad, el agrietamiento de las células y su muerte consiguiente.

El doctor Dupouy ha orientado su tarea a compaginar el alto poder radiante de los electrones con el clima necesario para la existencia de la célula. A tal fin ha construido una cajita de una décima de milímetro cúbico, a la que llama “cámara de bacterias”, y en la que se introducen los gérmenes.

La cajita tiene dos ventanas laterales, hechas de colodión, que, por su transparencia, permiten el paso de los electrones, resistiendo a la par la fuerza del vacío. Es así como se ha podido seguir el mecanismo interior de las células y sus distintas transformaciones. Con una ventaja: que esta vez ha sido posible ampliar el voltaje hasta la escalofriante potencia de un millón de voltios.

La perspectiva que se descubre ahora a la ciencia es asombrosa. Tanto, que los biólogos, aún forzando mucho la marcha, tardarán bastantes años en consumir todo el material informativo que el hallazgo de Toulouse les brinda con tanta generosidad. Una corta espera, y estos esfuerzos los hemos de ver reflejados en notables y decisivos avances de la medicina.

Compartir:
Accesibilidad