Es bien cierto que hay quien cree que la vida religiosa de clausura (o de menos clausura pero en tal sentido entendida) supone un alejarse del mundo pues diera la impresión que eso parece estar detrás de tapias más o menos altas.

Sin embargo, aunque se trate de vida que no trate al mundo pisando las calles del mundo (y no siempre es así, por supuesto) eso no quiere decir que haya preterición de lo que pasa en el exterior de tal tapia sino que, al contrario, hay formas de relacionarse con el mundo de una forma distinta.

El amor de aquellas personas que se encuentran en una clausura religiosa tiene todo que ver con el que quiere Dios para sus hijos. El fruto de un amor como es el que manifiestan en su situación supone aceptar el que el Creador quiera para ellas y, además, lo ponen en práctica con profusión.

 

 

Publicado en la Revista “Orate”, en octubre de 1961

 

Hermanas: Hoy he visto a Sor Linarejos. Subía por la cuesta, bajo el implacable sol de Andalucía, y se paró a descansar y secarse el sudor que le manaba por las sienes. Llevaba la cesta del mercado y otra con las cajas de inyecciones. Me hubiera gustado echar con ella un rato de conversación, pero hube de contentarme con decirle adiós detrás de los hierros de mi balcón. Sor Linarejos es hermanita de la Asunción y se marchó con prisa porque la esperaba el enfermo que ahora cuida.

Veréis; yo os tengo que decir que Sor Linarejos entra en esos lazos que unen tanto como la propia sangre. Su afecto se hizo sentir sobre nosotros ya mucho antes de pensar en hacerse religiosa. Cuando mi hermana y enfermera tuvo que ir al hospital a que la operaran la cuidó con un noble instinto maternal. Incluso buscaba ratos para darme a mí las sopas y los filetes.

En realidad, Sor Linarejos es una de los varios chicos y chicas que componían una generación marcada por la misma ansia de servidumbre religiosa. Y apenas si quedo yo en mi silloncito de ruedas.

Últimamente Sor Linarejos, me ha dado a mí mucha materia de meditación sobre la naturaleza del amor. Pensamos que el mundo marcha a trompicones porque parece que tiene las raíces acartonadas. Los más nos cruzamos con un fiero impulso de gallos de pelea y por cualquier sitio podría oírse como el chirrido de una aserradora. Y es que lo que nos produce esa dentera es la falta de cordialidad. Bastante más es la función vital que el corazón desempeña en el hombre. Si a uno no le late, seguro que no andará muy lejos de la sombra de un ciprés. Los sabios hacen fichas y se devanan los sesos buscando una teoría sobre el origen del mundo. Cuando no hay nada tan sencillo y coherente como la palabra «amor» en el quicio del Universo.

Yo pienso nuestra emoción cuando acariciamos los rizos de un niño como una menuda semejanza del gran temblor de las manos del Padre cuando moldeaba al primer hombre. ¡Ay si entonces pudiéramos haber estado en la ternura de sus ojos…! y si no, fijaos en la figura que tiene nuestro corazón: si no es como, si las manos de alguien – Alguien – se hubieran abarquillado sobre un trozo de barro, lo apretaran con cariño y, en la grandeza de la emoción, un río de vida y de fuego se descolgara por las muñecas hasta el eje de la entraña. Y tenía que ser así, porque la función espiritual de ese trozo de entraña es la del seno de Dios; como objetivo de su cariño. El amor exige una doble corriente que, compenetrándose, se funde en una sola hoguera. San Juan de la Cruz lo aclaraba mejor con la comparación del tronco y del fuego. Al principio, el tronco se carboniza y afea; luego destila su jugo y, al fin, la llama penetra y lo transfigura totalmente. Sólo así puede el tronco calentar e iluminar.

Nacimos para ser proyectados por la caridad de Dios y, si somos libres es para, en nuestra medida, devolver y corresponder a esa dulzura.

Más si el mundo no tiene otro sentido que el de la cordialidad y ésta pensamos que se hace crisis, cabría decir que a todo amor, por raquítico que sea, deberíamos mimarlo como a una flor de invernadero. Si a uno le quieren los amigos y le cuidan, bien va – deducimos así-; hagamos tres tiendas y al menos nos habremos salvado con los nuestros. Sor Linarejos, hala, a cuidarnos a nosotros y a los suyos; la maestra, a enseñar a los niños de los conocidos y, ¿quién piensa en gente de ojos rasgados que navegue por entre la marea de su casa? Así, el mundo todo como un océano polar con las islas de los hogares, como témpanos flotantes.

Y no; con el amor pasa como con las flores, que sólo valen las que son de verdad. Las hay de imitación que hasta huelen a rosas, pero a la hora de felicitar no hay nada como el ramo de un jardín.

Lo único que no admite fronteras es el afecto de los hombres. Cuando pensamos en latir sólo para los hermanos, para los amigos, para los padres, nosotros mismos le estamos dando a esa caricia de la sangre el nombre de egoísmo y, amor y egoísmo junto, ya se sabe: dinamita.

La gran virtud del amor es la de la comunicación y la inmensidad. Se crece y se ensancha sobre los propios dones y las propias conquistas. Incluso la renuncia por generosidad va hinchando las paredes del pecho hacia una línea infinita.

Cuando vosotras salíais de vuestra casa, allá en lo hondo oísteis un chasquido de dolor que era como la puesta en marcha de una semilla. Luego rezasteis por criaturas a las que no conocíais, sanasteis heridas de hombres y mujeres vistos por primera vez, y el modelar de vuestras manos lo sintieron chavalines que no eran de vuestra propia sangre. Trabajasteis dura, callada y fatigosamente, y no sé si pensaríais que era el misterio fecundo del amor lo que vivíais, el mismo que empezaba a germinar y se os crecía lenta y gallardamente entre las manos, sobre el sudor de la renuncia, como las espigas que granan al aire y al viento.

Si alguna vez os ponéis a hacer recuento de los frutos de vuestro corazón, yo os ruego que no recapituléis sobre el fervor y los consuelos sensibles. Hacedlo más bien sobre el dolor y la sangre, que es la única siembra que da cosecha. El saldo de Cristo lo dan cinco heridas y una misión que se pierde en la anchura del mundo y en la profundidad del tiempo. Hubieron podido contentarse con un Viernes Santo para los alcabaleros, los sanedrines o los paisanos de su tierra y de su generación, pero la semilla de su agonía está viva para germinar ahora y también luego en las criaturas que vayan a Venus.

La consecuencia de esta perennidad es la dicha limpia y palpitante. Amamos así y podemos ser correspondidos por un Dios-Hombre que todavía pisa nuestro suelo, que mira nuestros propios ojos y que sincroniza su latido con el de nuestro corazón.

En los amigos y hermanos que a mí se me fueron, en los parientes que vosotros dejasteis, en el dolor que entonces plantamos sobre las huellas de su marcha, en las criaturas anónimas que hemos ido acariciando por los senderos del destino, se ha ido dilatando también nuestro corazón para vivir las propias anchuras del mundo. Mirad, si no, por donde os circula la sangre y el sentimiento: Habréis de sentir la maravillosa alegría de que tenéis pedazos de las entrañas en las Indias y en el Congo, y en los pobres y en los palacios, en los niños y en los ancianos, y en los que lloran y en los que viven torrencialmente la alegría de la consolación.

Por la generosidad del amor el mundo es vuestro; ese mundo que casi tiene también forma de corazón con el que empapar la inmensa ternura de Dios.

Vuestro siempre, Manuel Lozano Garrido

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