Publicado en el Diario «Jaén», el 13 de junio de 1958
Me lo contó el hombre sobre el que hoy quiero hablar. Había de visitarle un novelista en olor de multitudes. Las chicas se enteraron y le insistieron en conocer a su ídolo. Después, la desilusión hablaba por boca de una:
-“Usted no debió de consentirlo. ¡Qué pena! Jamás se lo perdonaremos.”
Es un hecho que nos debía estar vedado entrar en el área física de los hombres con obra en la que se extrema la línea de lo sensible. Cuando se admira a un poeta, después, al conocerle, no es fácil alejarse sin un sentimiento de frustración. Y es que, tanto el arte como la literatura, son constitutivamente opuestos a nuestra inclinación a la mitología. Por eso es absurdo querer hallar el “leit motiv” de una sinfonía en la nariz aguileña de un compositor. En cambio, siempre habrá mucho de encarnación en la entraña de un poema o en el escorzo atrevido de un cuadro.
Pero hay más. En pocas ocasiones un hombre suele estar al nivel de su fruto, si no es en la órbita de la santidad. Aún así, la hagiografía se ha cuidado de velar ángulos no censurables pero sí en pugna con nuestras ideas tópico.
Mas las reglas también tienen su excepción, aunque sólo sea para confirmarlas.
Cuando en la vida empezaba a perfilar un ideario, tuve en las manos un libro que llegó como un impacto. Se llamaba “España es así” y quedó algo, en el recuerdo con el trazo de su palabra vibrante. Alguien me dio luego una fisonomía del autor que no cuadraba con mi perfil imaginativo. Yo razonaba que a un pensamiento alado, con raíz de fuego pentecostal, había de corresponder una naturaleza que posibilitara y hasta abocara a la ascesis. Y no; mi amigo hablaba de un hombre bajito, y yo tenía que concretar ensanchándole hasta hacerle abrumadoramente plúmbeo. Soñé con un Quijote y me daban a cambio un Sancho Panza. Después se agolparon los años y un buen día, en el recodo de un verano, alguien me presentó a un hombre de esta forma: “Agustín Serrano de Haro”. La conclusión podía ser breve: allí estaba la imagen intuida. Pero hay otra: el encuentro se prolongó y entonces pude palpar algo más impresionante que una obra perfecta: el testimonio de esa vida; un cristianismo corporeizado, calando y saturando las acciones.
Ahora estoy convencido de que un Serrano de Haro aislado de su circunstancia supone una mutilación esencial en su conocimiento. Porque en este caso su magisterio, con ser tan definitivo, no es un puro accidente, un bello retoño de su interioridad diversa y fecunda. En el bosque dilatado que es su alma confieso que no tuve sino infiltraciones parciales, pero aún así maravillosas. Y sin embargo, no me es fácil hablar sino de matices. Por ejemplo: el de su alegría.
Tal vez sepáis que sobre la naturaleza física de don Agustín hay ya cincuenta años y una visitación reiterada del sufrimiento. Bien; pues entrar en su órbita es hacerlo en la del optimismo, la juventud y la esperanza. Para él bien pudo escribir Bernanos: “Un hombre cristiano es lo contrario de un hombre triste, de un hombre viejo”. La alegría de don Agustín es una alegría consecuente, que nace de haber vivido paradójicamente el dolor de la cruz.
También podría decir algo de su humildad; de su candoroso no encubrir la sencillez de su nacimiento, de su luz primera entre surcos; de su experiencia del Madrid ilusorio y la juventud como viajante de joyería; de su nómina, al fin, de maestro con treinta reales sonantes…
Hilando fino, de aquí se podrían sacar infinitas derivaciones, pero sería bueno verle sólo a la luz de un experimento. Así él es un teórico de la educación ¿resistiría su cuerpo intelectual la prueba de fuego de los “hechos”? ¿Qué sería de sus “palabras” puestas cara a cara con “su” verdad: la profesión activa y la educación de los hijos?
A don Agustín le he leído frases muy duras sobre la laboriosidad y el deber. Ahora sé que las pudo escribir con la frente bien alta porque supo cumplirlas “abajo” y “arriba”, en la difícil encrucijada de la escuela rural y en el despacho de una Inspección o de un Ministerio. Él llegaba a Tíscar –lugar de reposo- con un permiso para rehacer su naturaleza agotada. Cada día, con un tomo bajo el brazo y a la sombra apacible de un almendro, cubría bien el expediente; pero, luego, en la carpeta, subían un montón de asuntos resueltos y hasta algún artículo o capítulo de un nuevo libro. Después, en la residencia le aguardaba el martirio de los aldeanos en visita obligada.
Él sonreía, aunque luego, al despedirse, un tremendo dolor de espaldas le hiciera doblegarse. Yo protestaba por aquella paz apetecida y quebrantada, pero él lo consideró como lo más natural del mundo. A través de caminos accidentados, una caballería le llevó muchas tardes a las aldeas para inspeccionar sus problemas escolares y anticiparse en soluciones que abarcaban, incluso, al edificio de la Iglesia. Del entusiasmo que derrochó dice la buena parte que le cupo en el nacimiento de dos vocaciones para el Magisterio, un hombre casado y su cuñada, que están cubriendo los estudios empezando por el bachillerato.
Esto es lo que “vi” porque además, sé que la existencia de don Agustín ha ido quedando jalonada entre niños y caseríos.
Los hijos son su fruto educacional más pulido. Más que arrogarse egoístamente la mejor parte, el hecho supone otra ejemplaridad, ya que los hijos se modelan con dolor y austeridad. Simplificando apunto dos pilares de su pedagogía hogareña: criterios y autonomía. He charlado mucho con Amparo, Agustín y Antonio –tres de ellos- y aun en temas intrascendentes encontré siempre cierta amplitud de pensamiento nacida de principios fundamentales. Edificando así, la consecuencia natural de un padre tiene que ser el gobierno a distancia que fomenta la personalidad y permite la prueba de posibles actuaciones. ¿Se le puede negar entonces el título de forjador de almas?
Todo lo anterior viene a cuento del libro “Jesucristo, lección y ejemplo de educadores” que estos días publica don Agustín Serrano de Haro. Lo iba pensando cuando leía ese conjunto armonioso que es la idea y el testimonio del autor. Estas son ejemplaridades que discurren sencillamente y que cuando llega la ocasión bien merecen un sonoro repique de gozo.
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
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