Como es bien que sabido, Manuel Lozano Garrido, sufrió a lo largo de muchos años de su vida. Mantuvo relación, por eso mismo, con muchas personas que le escribían sobre sus dolores y padecimientos. De esto saldría un libro suyo de título “Cartas con la señal de la Cruz”.

Este artículo abunda en tal relación. Muchos le ponen sobre su mesa la soledad, la tristeza e, incluso, la muerte… Sin embargo lo que revolotea sobre tales personas es una fe que les lleva a un nivel más alto, sobrevolando sus sufrimientos.

Todo esto es cierto pero también lo es la intervención de Jesucristo en este artículo. Es decir, cómo equilibra los sufrimientos de los demás con su propio ser y cómo, por eso mismo, los salva.

Duro es este artículo por lo mucho que contiene pero es, el mismo, todo un escabel donde la esperanza vence.

 

Publicado en la revista Enfermos misioneros, en mayo de 1960

 

Crucigrama de nombres.

Las letras, en el rebaño de la palabra, vinculadas por la idea como la familia arracimada junto al pan de cada día.

La A y la I a solas, pinzadas, grafía sin sentido, puro desorden de cajetín de tipógrafo La palabra «hombre» como un mundo en miniatura, como un hogar en profecía, en germen: con la H de la hombría -paternidad- al frente, y la B maternal -ubérrima- en medio, arropando a los hijos como una gallina en cría.

El hombre, como las palabras, en conjunción, sin descentrar los acontecimientos; con el dolor y la sangre, con el amor y la vida, con la muerte, en línea, como un mensaje total; aglutinada su horizontal de arcilla con las finas rectas verticales de la Gracia; Cruz armada de Dios en una parcela de sangre. Cruz que abre sus brazos y deja que los extremos se le fuguen por el infinito, hacia la gloria.

HOMBRES EN HORIZONTAL

Hoy he meditado en el crucigrama de mis amigos de dolor, en esas incógnitas que resucitan con un recuerdo o con letra garrapatosa que arroja sobre el tapete, como los cartones anárquicos de un silabario, todo el misterio de sus anatomías. Con todo cariño he recogido los moldes de sus vidas y aquí estoy, con el lápiz de la mía, queriendo armar la arquitectura de unos fines para cuyo frontis Dios se reserva la mano que ha de grabar un lema de amor y de fe.

INUTILIDAD

La última carta que tuve de ALFONSO, va ya para dos meses. Eran unas letras normales, con los ingredientes de la preocupación y los problemas dosificados; habitualmente humana, por lo tanto. Sin despedidas ni sentimentalismos, resulta que han de ser las últimas que de él mismo reciba. Hoy me escribe su hermano:

“¿Tendrás que hacerte a mi letra, porque Alfonso ya no puede escribir. La atrofia ha llegado hasta sus únicos dedos útiles. No dice nada, pero se le nota una gran preocupación. Es verdad que le quedaban pocas articulaciones, pero en esa minucia de unos dedos se le centraban a él las necesidades más vitales. Hasta ahora, toda la inmovilidad la ha ido asimilando laboriosamente. Lo de hoy es distinto. Se trata de dejar varada definitivamente la nave de la utilidad a sí mismo; de leer, comer, servirse y actuar por iniciativa de otro impulso que no viene de sus manos, sus ojos, sus actos: ser inútil en toda la tremenda y fea raíz de la palabra. Tú sabes que, con el alma y la vida, estaremos siempre a su lado, renovándonos en la ternura, pero ¿quién podrá evitarle a él el lastre de unas horas vacías? ¿Cómo impedir el dolor de unas lagunas involuntarias, el cruel frenazo a un ansia instintiva?”.

SOLEDAD

Tomábamos el sol bajo los árboles corpulentos, Soledad y yo, en el arenado que hace antesala al Asilo de Lourdes. La enfermera iba zigzagueando por entre las filas con su buen plato de sopa humeante. Vino hasta un lugar muy próximo al nuestro y se inclinó hacia una mujer de manos y cara temblorosas, extendida siempre en una horizontal de parálisis; y, gota a gota, le fue escanciando entre las mandíbulas todo el caldo restaurador. Entretanto supe su historia. Era una larga historia de separaciones lógicas, de muertes y destinos que habían ido descascarillándole, hasta tenerlo ahora desnudo, el amargo fruto de la soledad. La casa, el apellido, los rasgos genuinos de familia, se le habían quedado huérfanos, coleando difícilmente en una agonía de canas y arrugas. El Cottolengo le había creado una nueva y maravillosa familia sobre la sangre, pero nadie podría evitarle ya la ruina de aquel tronco solitario, aquel bloque de glóbulos característicos que se evaporaba al sol desde el rectángulo de una camilla.

HUMILLACIÓN

Noticias de Ángel. Ángel, sí, aún escribe; garrapatea sobre el papel en forma que se acerca a lo ininteligible. Empieza el “palo” de una “b” y de pronto la línea se le quiebra en un trémolo de curvas y tinta. Cuando le ocurre, yo sé que por el punto de la pluma ha pasado como una culebrina dolorosa y que él rasguea con un rosario de quejas contenidas. Con el tiempo, he aprendido a leer las líneas imprecisas y con una carta entre las manos vivo dolorosamente las peripecias de su martirio. Como con su letra, también diría de su pensamiento:

“¿Sabes? -me dice-. Ayer la tomaron conmigo los chicos de la escuela. Como ya hacen días buenos, me puse junto al balcón y allí me llegó uno de ellos, que dio la alarma. Me propuse no hacerles caso, pero entonces intentaron corear lo de “tísico” y “loco”. La cosa apenas tiene importancia, pero sé que debo parecerles una criatura de pesadilla. Con las ocasiones, he olvidado mirarme al espejo y uno bien necesita esta lección de la ruina humana y el paso de los años».

(Leo: ‘¿También, Señor, era necesaria esta humillación?’. Y añado por mi cuenta: ¡Pobre Ángel! ¡Qué estaciones de Via-Crucis no has de recorrer aún con la humillación).

TRISTEZA

Lolibel sigue en la planta de incurables del Sanatorio:

“De la fiebre, los microbios y la tos, apenas hay ya de qué hablar. En cambio, no te he dicho nunca nada de la tristeza, de la maciza mole de la tristeza, que se enquista en el jugo de las venas y la ves enredada, como una hiedra maligna, en el pensamiento y en las palabras, en el recuerdo y los presentimientos. Antes de que amanezca ya la siento golpear en las arterias con un son de funeral. La rozo en el cristal de la mesilla y en la marca de las sábanas. Me carda la planta de los pies y el brillo de las pupilas. Es como un algo consustancial, como un gen de mi sangre que se ha infiltrado en la composición minúscula de los tejidos y los humores y que he de llevar por siempre como la densa saliva del paladar. Hoy te hablo sólo de esta angustia, de esa médula negra…”.

MUERTE

Jaime, ahora no trabaja. Su quietud obedece a algo menos grato que unas vacaciones: accidente de automóvil. Un “diez toneladas” le zarandeó el «Biscúter» y ha dado tres vueltas de campana. Me dice que en las volteretas apenas si se dio cuenta de algo más que de un presentimiento de incendio: “Lo peor fue días después, cuando, en la cama, yo me di a pensar en la cara de la muerte; en aquella oportunidad suya de la que me escapaba por una minucia. Tuve una crisis nerviosa, especialmente el día en que enterraron a un vecino y yo quise hacerme a la idea de que era mi propio entierro…»

Con el de Jaime, me escalofrían los testimonios contradictorios de la muerte. Éste, por ejemplo:

“Te diré que le he temido a la muerte, a la realidad anatómica de la muerte. Con la inmovilidad, con la fatiga, la he vivido en toda su áspera y acendrada fragilidad. El pulso mío era como el bramante leve de un capullo de seda que se cimbreaba al peso de un filo agudo, como el borde de una guillotina. Alguien sujetaba la cuchilla apenas sobre la superficie del bramante y yo veía los hilachos que se iban astillando con el roce… El del peso se cansaba…”.

VERTICAL DE UN HOMBRE EN ALTO

Y ya clausuro la filmoteca del dolor. Por la frente me rueda un áspero sudor frío por las criaturas taradas. Y, sin embargo, con todo, aún me resta en el corazón una sensación de problema virgen, de visión mediatizada, como el cristal ahumado que tapona una pupila y nos deja sólo un primer plano dantesco, sin la superposición de imágenes y el relieve que curva y escalona. Esas figuras cribadas parcialmente por el recuerdo, apenas si alcanzan el espesor de una humanidad de suelo ancho, apelmazada sobre la horizontal de las calles y las campiñas, tomadas sólo así, en geometría parcial, chirrían bajo la lente del microscopio. A mis amigos de hoy les grita la ausencia de su vertical y aún la tercera dimensión del sentido y la profundidad de las cosas. Por eso, al fin, me he ido hasta el volumen vacío de un hombre en pie hasta rellenarle íntegramente. Tomo a la Inutilidad y se la voy colocando en el hueco cilíndrico que hay bajo los pulsos. A la Soledad la encasillo en el eje que le correspondería al corazón y, alrededor, como una envoltura pegadiza y correosa, pongo, en esfera, a toda la amarga y densa sustancia de la Tristeza. La Humillación tiene su sitio en la frente, casi a una micra de la piel, para aflorar apenas al roce de una espina. Y la Muerte la dejo campar desde la cabeza a la planta, como un rey total y colérico. Ahora, después, cierro los ojos y doy unos pasos atrás, siempre de espaldas. Y cuando los abro, oigo latidos, palpo un exterior y siento que todo vive armoniosamente dentro de una figura que tiene el sonoro nombre de Cristo, criatura nuestra y soberano Dios con nosotros.

CLAVE DE UNIVERSALIDAD

CRISTO, perfil hebreo, humanidad ceñida por dos fechas de calendario; ojos… dado a la concreción de la idea: el sicómoro o el olivo de su geografía; es el hombre que se dio al frío de una gruta en ansias de universalidad. Su confluencia humano-divina supone la concordancia del amor medular de Dios, por lo que naceríamos y se nos redimió, con la raíz o el meollo comunitario que hay en nuestra naturaleza. Él respira, piensa o ama y la imagen de su entendimiento florece en un bantú que seca algas al sol. Por eso ahora, del Cristo alto, en la vertical de la Cruz, es ya posible tomar en devolución la peripecia de nuestros amigos dolorosos y volverla de nuevo, transverberada y gloriosa por la Redención, a las criaturas que reposan en camillas, sillones de ruedas o sanatorios. Con la dimensión de Dios, la tristeza, la inmovilidad y la muerte siguen ahora con su vieja costra de sinsabores humanos, pero en lo hondo, más dentro aún que el eje de los secretos recónditos, hay ya una luz nueva, impalpable y consustancial, que se mete en el seno de los matices adversos y hasta las raíces estériles las trasmina y milagrea de fecundidad.

DOLOR EN DEVOLUCIÓN

‘Mira mi inmovilidad -nos dice el Cristo-Arcángel, en vuelo detenido por unos clavos-. Se irá tu generación y yo aún estaré abierto, quieto siempre bajo el sol y la lluvia. Pinza también mi inutilidad y la verás hecha alas en los tobillos de un hombre que misiona. Está también en las cartas de esas criaturas que te escriben: -¿Sabes? A veces noto por las muñecas inmóviles como una fuerza poderosa que pide cauce de trabajo y buen hacer. Desde que murió mi hijo, siento en el costado como el fluir de una maternidad inútil. Digo mal, porque nunca será inútil la ternura. En el mismo momento de mi impulso, yo sé que a alguien, en otro lugar, le ha vuelto a florecer la dulzura por entre los sarmientos de su corazón’.

‘Mi soledad te la devuelvo en los hombres que nunca tendrán una aspirina o una copa de coñac con las que sudar una gripe. Las criaturas de corazón desmantelado, con la entraña fragmentada y hecha trocitos menudos, que se dan al viento en sementera; los hombres que se me entregaron, carne de asilo, sí, pero con la voz mía, el denario mío y el propio corazón mío sonándoles en el centro de su cuerpo, cantándoles en la vejez, los recuerdos y el destino’.

‘De la humillación, para qué hablarte con este mostrador de espinas, llagas y salivazos. La mía, santa, la tengo en escudilla sobre las manos y la voy a derramar en un lugar desconocido del mundo. Puede caer sobre una niña judía o sobre un hombre que piensa y barrena en la cárcel de una mina. -Me pregunto: ¿qué nos queda ya de hombres, si somos acosados como alimañas? Y sin embargo, doy por bien este escarnio si mi sacrificio ha de redundar en respeto para los hombres que llevan una esportilla; para la clara luz de la inocencia de los niños; para detener a ese pie que aplasta a las criaturas como a leves hormigas.

‘Toda la tristeza del mundo la he tenido en el corazón como se gasta un caramelo en el paladar. A mí me vino la amargura en diluvio para que vosotros llevéis siempre sobre la frente sonajeros y campanillas de gloria. Mi tristeza de entonces le hace decir a los tristes de hoy: -Ya le he tomado el truco a la angustia. Sé que mi tristeza es casi siempre biológica. Llega al crepúsculo como se acerca el hambre a mediodía o el sueño con las estrellas. Y mientras está en mí, yo pienso que ha de pasar y que hay un cielo alto, por el que luce el sol de Dios, sin nubes…

‘Y ya, al fin ahí te queda la muerte; la muerte, que has de ver en triunfo y liberación desde que yo redondeé la victoria una tarde de Nisán. Desde entonces, son muchos los que mueren así: -Vivo siempre esperando. Sé que la muerte ha de venir algún día y espero ese momento con el corazón vestido de fiesta y todas las lámparas ardidas; con un cascabeleo de fibras y recuerdos. La muerte, amigo, la hora de las claridades, el momento ruinoso de los telones y las murallas, el fruto a la mano, la felicidad con latido, el AMOR…’ ”.

Por las esquinas, los despachos y los talleres hay un cúmulo de líneas paralelas que siguen el hilo de la tierra. Sobre todas, a plomo, el dardo de Dios va engarzando los corazones y los cerebros hasta armar una Cruz de luz y de gloria en cada hombre.

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