No podemos negar que cuando Lolo escribe este artículo sabe más que bien de lo que escribe. Es decir, aquí no se limita a escribir sobre un determinado libro dando alguna que otra pincelada sobre su autor. No. Aquí Lolo se acerca mucho al P. Castro porque lo conocía personalmente y eso hace que esto que aquí traemos tenga un valor añadido.
El P. Antonio Castro Zafra, escritor abundante en su tiempo, habitó en Linares y eso hizo que Lolo tuviese muchos encuentros con aquel que escribiría, entre otros, el libro que hoy presenta nuestro amigo. Y lo hace, como decimos arriba, de una forma tan cercana que podemos creer que lo que dice le sale del mismísimo corazón que tan bien ha hecho, hace y, seguro, hará.
El P. Castro, según aquí leemos, se preocupó mucho y más por los trabajadores de la mina pues ya sabemos que Linares es pueblo esencialmente minero. Y, es más, el sufrimiento de estos, aquel Getsemaní del que habla Lolo, nos ayuda a acercarnos más que mucho a aquel cura con quien Lolo mucho gozó de su compañía y de su letra.
Publicado en la revista Signo, el 30 de diciembre de 1961
El diario de un cura. Del padre castro, es como tener un corazón sobre la palma.
Seguro que vais a notar como una sacudida de escalofrío, pero por nada del mundo quiero que dejéis pasar por alto la oportunidad. El escalofrío es como el pedernal del que brota la llama del entusiasmo, ese “Dios interior”, que decía Pasteur, y cómo vamos a llevar a Dios en vilo por el mundo si no tenemos un volcán en el corazón.
Os digo, pues, que leáis el “Diario de un cura”, ese libro nuevecito en la colección “Remanso” que ha escrito el P. Antonio Castro Zafra, y que se está vendiendo como la espuma.
No me digáis que sabéis lo que es un cura porque cada noche echáis un párrafo con algunos de ellos, le ayudáis el domingo en el suburbio y de ocho en ocho días vais a desmenuzarle las peripecias de vuestro corazón. A los curas, los que no creen tienen la desgracia de no verle más allá de su frontera de hombre, mientras que a los otros nos ronda el peligro de que se nos pierda en una visión de angélico alzacuello. A unos se les diluye el Cristo y a otros se nos escurre el hombre. Pero si el ateo puede llegar al Redentor por el hombre santo, a nosotros se nos escabulliría siempre el Calvario por entre los ángeles y las ascensiones. Así, pues, os garantizo que si lo leéis, en la vida se os va a olvidar lo que es un cura.
EL PADRE CASTRO
Veréis. Yo estoy en condiciones de deciros quién es el P. Castro y de avalar lo que cuenta en su diario. Podéis creerme porque os lo digo con el pecho abierto, como en una confesión.
Puede que de esto haga como unos cinco años. Un día vino destinado a mi parroquia un nuevo coadjutor. Nos conocíamos antes porque él colaboraba en una revista que yo dirigía: “Cruzada”, una publicación de tipo juvenil precisamente. Lo de menos es que entonces le cediera los trastos, porque de hecho hacíamos y deshacíamos al alimón. Lo importante es que yo vivía frente por frente de la parroquia y que mi pueblo, fundamentalmente, es minero.
Todos los días, cuando el P. Castro terminaba sus cosas, se subía a mi habitación y nos enredábamos venga a escribir. El cogía la máquina y, nada folios y folios y yo a mis cosas. Su carpeta era como un baremo de sus preocupaciones. Al principio era leve y delgadita, pero a medida que entraba en los problemas el cuero reventaba de fichas, partidas y documentos. Fijaos lo que es que un hombre tenga el “veneno” de los periódicos, de las páginas bonitas o el estilo brillante y que de pronto le veis que pasa horas y horas devorando tomos de medicina y de legislación ¿Qué para qué estudiaba don Antonio? Porque caridad es también poner los codos sobre la mesa y enterarse para alumbrar soluciones.
Así fue como supe que había empezado a crucificarle la preocupación por el mal de las minas. Puede que no hayáis estado nunca en una mina, pero os digo que la enfermedad de la piedra, la silicosis, es como pensar en el Gento o el Di Stéfano que galopan por un estadio, meterlos en lo hondo y a los cinco años darles con los nudillos en los bronquios y ya suenan como los tableros sintéticos.
El mundo de la mina es como un aljibe lleno de agujeros: haré aguas en el tajo, las previsiones, los salarios y, como consecuencia, se resquebrajan los hogares, la salud, los hijos, el corazón; todo se conmociona como resentido por el peso que aplasta los pulmones. Uno lee una estadística de accidentes y bajas, siente su resquemor, piensa que se debía de hacer algo por esa gente, y ya. Pero lo verdaderamente terrible es dedicar la vida a esas criaturas, en la que está Dios; ir a ellas con el corazón abierto y verlas que tienen los ojos volados por la dinamita y cobran 107 pesetas de pensión, mientras hay hombres con talonarios que se fuman un puro con los pulgares en las sisas del chaleco.
Desde la habitación en que yo he de estar siempre empecé a vivir también la angustia de la mina a través de los hombres que traía o venían a ver al cura. Y nada podré agradecer más que el descubrimiento del Cristo que en ellos sufría. Un día me presentó a un hombre que tenía dos simas profundas en el cuenco de los ojos. Cuando daba la mano -lo cuenta también el P. Castro- notabais, como si os succionaran el corazón de un modo extraño. A Miguel, el Recio, un tío “macho” que defendió a Lechuga, el muchacho de la J.O.C. que se ponía en cruz en lo hondo y rezaba cuando los otros blasfemaban.
EL DIARIO
Bueno, pues todos esto es el diario, y más: el dolor de un ser a quién pinchan todas las llagas del mundo y sigue con las palmas tendidas a los trallazos porque sus brazos son el único puente que salva; la soberana fuerza del amor y de la esperanza que escribe cartas, visita ministerios, compulsa informes y batalla también por una liberación humana; la fe, la eterna fe en las alas de los hombres, aunque uno tenga siempre ante los ojos un duro telón de barro…
Es verdad que mucho de todo esto es lo que les pasa a todos los curas del mundo pero lo formidable aquí es que todas las circunstancias palpitantes se apoyan en el realismo, el brío y la objetividad de una pluma sincera hasta la sangre, precisa hasta astillarse en el esfuerzo, auténtica como la misma imagen del cristal de nuestros ojos.
TESTIGO: EL LECTOR
Ya cuento que yo fui testigo de cada uno de estos sucesos. Luego leía los relatos todavía calientes, y como amigo he llegado hasta ese límite que puede dar de sí la confidencia sacerdotal. Pues lo estupendo del diario es que él lo escribe y parece que vosotros también tenéis en los oídos el acento de su palabra; que cita al “Chache” o a un silicoso y se diría que estáis oyendo su estertor de agonizantes; que la soledad lo aplasta a él en una Noche de Reyes y vosotros vivís junto a la cama turca, como una cámara de cine; que vais por la calle, os cuenta un bautizo, una boda o un dolor y se os pone ante los ojos una mano que pasa siempre, siempre, siempre por la frente de todos como una caricia. Como cuando estáis esperando al tranvía y veis un niño atropellado, así se nota de claramente en el “Diario de un cura” el corazón que se crucifica a cada minuto por todos los que andamos por el mundo.
¿Qué un cura es también gloria? Para nosotros, sí; hace una cruz y ya estamos otra vez libres. A él la gloria le cae del otro lado de la frontera. Lo suyo es el Getsemaní. ¿Qué a alguien le va a asustar la sangre? Pobre de él porque esta es la sangre que redime, la verdadera sangre que empezó a derramarse en el Calvario y aún sigue purificando a cada uno de los que ocupamos un lugar en el mundo.
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
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