Está más que claro que Lolo tenía que escribir sobre un pintor que era de Quesada cuya patrona es, ni más ni menos, que la Virgen de Tíscar (patrona de Quesada) a quien tanto quería nuestro amigo.
Bien podemos decir que en este artículo, dedicado a Zabaleta, el Beato de Linares (Jaén, España) nos ha preparado y escrito un cursillo acelerado de la obra pictórica del que tuviera muy en cuenta a la tierra y a sus paisajes, a sus gentes y a sus formas de ser.
Lolo, cuando escribió esto, aún no había perdido la vista y vuelve a demostrar, como lo hace con otros muchos temas, que también de esto, de la pintura, era algo más que un buen conocedor.
Sin duda, lean este artículo en la seguridad de que lo inspiró el Espíritu Santo para escribirlo.
Publicado en la revista revista ‘Úbeda’, el 15 de mayo de 1960
En sus tipos elementales se sedimenta una raza.
Rafael Zabaleta otra vez noticia, siempre noticia. Aún no se ha extinguido el eco crítico de su última Exposición en Madrid cuando Zabaleta vuelve otra vez al candelero, bajo un giro de Bienal de Venecia. Para la edición de 1960, la Mostra ha pensado realzar la obra de nuestro gran figurativo y el pintor de Quesada tendrá un salón pronto; en el que han de lucir más de una treintena de sus cuadros. Además, será el único pintor no abstracto al que se señala con ese privilegio.
Es curiosa esta proyección universal de un hombre intencionadamente fronterizado entre cumbres, casitas blancas y animales silvestres. Porque si todavía hay algo que se abra camino limpiamente, sin la mácula del reclamo, lo son esas campesinas ingenuas de pliegues alicatados y los cortijeros de manos sarmentosas que encaran el futuro con cierta brava serenidad en las pupilas. Y es que en la pintura de Zabaleta el toque ardoroso del genio se ha confabulado con una potencia virginal que desborda la peripecia del dialecto para irrumpir en esa órbita ancha de la expresión políglota.
A d’Ors, tan ponderado, tan sobre la brida de los elogios, las palabras valorativas se le encabritaban y le salían como centellas por la punta de los dedos: “Anuncio grandes cosas. Ignoro el año en que nació en Quesada, provincia de Jaén, el pintor Rafael Zabaleta. Tal vez un día se escogerá convencionalmente este dato como principio de la Era en que se consumó una revolución decisiva en la pintura española”.
Con pupilas de asombro
A todo el proceso creador que ahora ha de ultimarse sobre los muros antológicos del salón veneciano se le podría enfilar dentro de esta trayectoria física de una criatura: ojos, corazón, cerebro y manos.
No es difícil ponerse de acuerdo en lo convencional que resulta unir los rasgos concretos de un autor con los entes de su autonomía creadora. Si hoy insisto en los ojos de Zabaleta es porque en el relampagueo de Júpiter con chalina de su mirada, palpita un alma que apenas se defiende con los leves hilachos de las pestañas.
En Zabaleta, la disposición visual es como la génesis de un mundo de técnica, colorines y raza, que nos queda para el futuro cogido ya por las chinchetas del arte y lo bello. Es un principio que hay que cotizar porque la óptica ha llevado sobre sus hombros el peso sólido y la autoformación de una personalidad abierta únicamente a los cenáculos en la madurez de la vida. Aún hoy, cuando el cantor de las siestas con olor duro de trigo se da, de cuando en cuando, al paisaje natural de Florencia o a los contactos de París, a Zabaleta hay que considerarlo como a un hombre deliberadamente “isla”, de cara siempre a la tierra y los hombres, como succionado por la fuerza telúrica de un alma que palpita por la reja de los arados y el frunce de las caras añosas. Más que en los estilos y en las influencias, es imprescindible descascarillarle en su adherirse a la montaña, en el subyugo y la obsesión por la humanidad y la geología que le rodea. Yo quiero ver a un Zabaleta infantil, arrodillado y sorprendido por una aureola casi mítica de la Naturaleza que luego ha de cuajar técnicamente en un color de transverberación.
De poeta, la ternura …
Y es aquí donde hay que dar la campanada bien fuerte para dejar muy seguro un corazón aupado, de poeta, que a muchos se les ha perdido por entre el furor de la zorra y el jabalí o el rictus amargo que cincela el dolor y los accidentes.
Zabaleta, hombre lírico, atraído hacia sus gentes por una carga de ternura, pasando el pincel por la frente recia de su tipología como una trémula caricia de padre. Cuando se le abrieron los ojos a las piedras bravas y a los colores infinitos le nació también una predisposición inquisitiva, de profundización y busca interior, como un ansia de identificarse o, al fin, como un gesto de amor.
…y la armonía
Quedamos, pues, en que nuestro hombre es poeta. Y para remacharlo, aún está su alto ojeo panorámico, su revoleo cósmico, la sobrevisión iluminada que signa a esos pequeños dioses que son los poetas.
Y el orden. A Zabaleta le tengo oído el relato de una tormenta quedice mucho por su gradación espontánea. La doy aquí, aun disecado el fuego de la mímica:
-“Siempre tuve el capricho de seguir el proceso de una tempestad allí donde la Naturaleza corea el bello espectáculo de su bravura. Al fin, una tarde se me dieron todas las circunstancias y, con un perro, me fui hasta la Cueva de los Abades, alta, casi enquistada en la misma crispadura de la famosa Peña Negra. Yo iba siguiendo toda la teoría de colores cárdenos, tenebrosos, a los que orquestaba un bramido como de fiera enjaulada. Durante un buen rato estuve saboreando aquella lujuria de la luz y el sonido, que se inflaba como un coloso en el tambor de los desfiladeros. Pero lo bueno, lo que daba objetivo a aquella maravilla, era la realidad de unos hombres – los pastores- que yo veía pulular como hormigas, pero que con sus voces solidarias redondeaban !a supremacía del corazón y el pensamiento. El hombre, vértice”
El hombre, rey. Aldeas apiñadas al pie de los picachos, con las rocas corroídas en alto, como una espada de Damocles siempre aireada. Vertientes que rugen y astillan las arboledas como a una caja de mondadientes. Cumbres con un penacho de luz cérea, con pasmo de apocalipsis. Soledad de bosque umbrío, con la alimaña que ulula junto al hielo de la casamata. Y el hombre, con la planta grande engarfiada en la arcilla, agarrado a la crin de la fiereza, domesticando el encono de los elementos con su callado vivir al sol y el opaco laboreo de cada día.
Si la tierra es admirable, coronemos más a ese ser que la embrida y la acarrea. Si hay que trazar una raya épica sobre los cielos claros y las nubes gravitantes, encumbremos el intramundo de la criatura victoriosa, sobrevivida. Esta es la médula del orden zabaletiano. Ante todo, el hombre, y, aupando la epopeya de su latido constante, como una coral griega que apoya y dramatiza, todo un fondo primario de faunas y geologías.
Al artista le irá cuajando lentamente la experiencia, el estudio y las confrontaciones, pero en la pulpa del cerebro se le queda ya quieta y antigua esta concreción escalonada de la raza y el suelo. En el principio fue lo entrañable. Y luego nacería el verbo, la fórmula de expresividad.
Clave de raza
La dan Azorín y Castilla. Estamos ya en una recta de silogismos y masa gris. Con la paramera y la severidad castellana ante los ojos, a Zabaleta le atrae de Azorín su laconismo de expresión, su varonía descriptiva, la austeridad y parquedad en el lenguaje, esa poda sintomática de adjetivación que le da a las cosas la pura y lacónica belleza de lo esencial. Azorín bien puede ser un Zabaleta anticipado de platina y cuerpo ocho.
Zabaleta acomete la “pictorización” de Azorín bajo un marchamo de Andalucía serrana. Para la energía colosal de sus hombros se queda con la fórmula literaria del de Monóvar. Hay que deshacerse de la prodigalidad porque en el ímpetu racial centellea el pasmo de lo bello. Lo que remonte las esencias es dispersión, sangría, fuga por las ramas. El triunfo está en lo vertebral de la fuerza. A estos hombres no los escalona la peripecia. Cada uno tiene su poso de siglos, su contextura de raza que se decanta y solidifica. Hurgar en el quid primario es también dejar seguras las lindes de lo ibérico.
En función de esta autenticidad es como hay que encajar todo la estructura zabaletiana. Concretada la vocación, aquí está el estilo.
Los «ismos» son en Zabaleta un puro encuentro accidental, anécdota. El impresionismo de partida no es más que un sondeo, así como todo el cubismo formal está sobrepasado por la raíz palpitante a la que sirve, apenas si da más que esa técnica de síntesis y de fuerza que hacía falta. Sirve. Bien venido.
La hora de las manos
Ya viven los dedos la fiebre de la encarnación y el hombre racial se va configurando erecto en una verticalidad de árbol: la abarca, enquistada en la tierra –raíz-, con la savia telúrica fluyendo por el tronco y madurando en las órbitas un fruto de vida.
Pero la línea en pie, como la simetría, la gradación y lo geométrico no son más que reverberaciones de un principio fundamental: la arquitectura. Todo el despliegue intelectual y cromático de un lienzo se agita en Zabaleta bajo una resonante clave de arquitectura. En realidad, toda esta edificación meticulosa, con sus hombres-eje, con sus cuerpos equilibrados, con sus masas armónicas nos retrotraen a un ciclo primario, con su amanecer de gracias inéditas y el hombre en el séptimo día, sobre el pavés de su reino. Más que un capricho de escalonamiento, la arquitectura tiene en Zabaleta el fervor y la veneración de un mundo milagreado por las manos de Dios bajo un pensamiento de armonía y de servidumbre. Al lienzo “Fauna de Quesada” hay que verlo así, como un monumento de esa jerarquía que se mueve temblorosa por la inminencia del hombre. Como puede haber una poesía de los números, Zabaleta ha hecho cristalizar a la simetría el poema de un orden perfecto que tiene hasta el centro preciso de dos lagartijas en aspa.
Arquitectura de generaciones las tienen, a su vez, todas las criaturas medulares. A este vendedor, romero o segador de un cuadro no lo entrecomillan dos fechas del siglo veinte. El zagal que, por ejemplo, se encarama hasta el lugar geométrico de “La moza, el niño y el hombre” es un cuerpo de confluencias históricas, amasado por un cúmulo de genes que van desde la gachamiga diaria hasta el traje de colorines y la religiosidad sangrienta en la tarde de romería. En la anciana de “La vieja y el gato”, – con los ojos nuevos y dilatados del felino en contraste con la órbita menuda, de brasa que se enceniza, de la mujer-, se ha hecho carne toda una posición española de impasibilidad ante la muerte. La misma anciana, estática, es ya una eternidad sin guadaña.
Y de aquí, como cerezas ensartadas, podrían salir todas las derivaciones. El hieratismo, haciéndose con el zumo de la España en cruz, ascética, ya santificada en su aire de vidriera. Y las figuras de primer plano, recordándonos ese nuestro realismo consustancial, meticuloso en la puntualización del físico, retrato, verdad. A gusto se queda uno con esta rusticidad candorosa que nos allana a los hombres-niños a solas con los principios y al margen de las complicaciones superfluas. En este aldeano quieto se nos ha hecho columna la sangre de una criatura sin nombre, con el mismo gesto indiferente tanto con golilla rizada como con chaleco, igual en el cataclismo que en la enfermedad.
Síntesis y fulgor
Y el dibujo, también machacando la norma de esencialidad. La gloria de la geometría moldeando la dinámica interna de las cosas, pespunteando como un lanzador de cuchillos la estructura fundamental del mundo, dándole armadura a la expresión con la virtud de síntesis del rasgo grueso. El cubismo, superado y responsabilizado en la solidez y la hondura. Las superficies, enladrilladas minuciosamente con esa unción ritual de la trenza de esparto, los alicatados o el vidrio de forja.
Mas donde toda concepción zabaletiana se nos expande en un mundo de prodigios, es en el color. Los tubos del de Quesada son como un contrapeso al dramatismo de la gesticulación. Junto a esa virginidad de arco iris está la gama del optimismo, la alegría, la esperanza, la fe… Cada color, revertido a su acento por el tamiz de la montaña, podado de la uniformidad del prisma andaluz, cegaría a toda mirada con la virulencia del escándalo. Pinzados, cogidos a solas, chirriarían en una gresca de muestrario. Pero había que volver por este primitivismo tan de trajes, colchas y mantones campesinos, tan tibiamente lugareño. El secreto, allá se lo queda la inspiración, pero lo que nosotros tocamos es toda una caricia descongestiva, como una canción cromática, como un soneto de siete líneas que llevara enredado entre la materia el sortilegio de la armonía; la armonía, repescada entre las redes de los perfiles sólidos, hecha magia de luz retenida, fulgor de tres dimensiones y aún con la cuarta de la interioridad. Porque estas superficies incandescentes, de fulgor, de emanación, sólo se explican con el rescoldo de una interioridad que se nos proyecta en el alma con la gracia de una vidriera rotundamente al sol.
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Manuel Lozano Garrido «Lolo«, fue beatificado el 12 de junio de 2010 y su festividad se celebra el 3 de noviembre. En vida, fue un joven de Acción Católica, mariano, eucarístico, escritor y periodista. Enfermo desde los 22, estuvo 28 años en silla de ruedas y sus 9 últimos, ciego; podríamos presentarlo como «Comunicador de alegría a los jóvenes, desde su invalidez». Llamado ya por muchos como el Santo de la Alegría.
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