Publicación original: Boletín Asociación Amigos de Lolo nº 0. Noviembre de 1994
por el sacerdote Secundino Martínez
Es cierto y verdad que saber todo lo que se pueda saber de nuestro amigo Lolo está muy bien y es más que recomendable. Sin embargo, las personas que no lo hemos conocido, digamos, en vida, no tenemos la cercanía espiritual y real de aquellas que, hace unos decenios, lo vieron y disfrutaron.
Traemos hoy un artículo publicado en el primer Boletín de la Asociación Amigos de Lolo. En él un sacerdote que mucho conoció a Lolo (le llevaba la Santa Comunión, ni más ni menos) escancia lo que sabe fueron aspectos importantes del Beato de Linares.
Gocemos, pues, con estas palabras.
De todos los aspectos de la personalidad de LOLO, yo querría destacar, en esta nota de urgencia, dos puntos que me parecen especialmente dignos de recordación.
El primero, es el de su gran devoción y amor al Santísimo Sacramento del Altar. No podíamos los sacerdotes ofrecerle mejor regalo que llevarle al Señor. Durante el largo tiempo que celebré la Santa Misa en la capilla de las Hermanitas de la Asunción, hoy parroquia de Santa Cruz, tuve el consuelo de llevarle casi a diario la Eucaristía1 y de ser testigo del recogimiento y fervor con que esperaba y recibía a nuestro Señor. Después de comulgar, cada vez con una partícula más chica por la dificultad que tenía de abrir la boca y deglutir a causa de en enfermedad, no consentía que se le dirigiera la palabra y permaneció un largo rato sumido en la oración de acción de gracias y en coloquio íntimo con el buen Jesús.
De este trato con Dios en la Eucaristía sacaba, sin duda, la conformidad con la voluntad divina, la paciencia ante el dolor y una paz interior que se translucía en su semblante, siempre amable y sonriente.
Otro rasgo característico de LOLO era el don que tenía de comunicar la alegría y el buen humor. Un humor el suyo contagioso y repleto de ingenio. Su conversación estaba salpicada de ocurrencias agudas, de alusiones bienintencionadas a aspectos risibles de alguna persona o acontecimiento. Pero cumplía a la perfección la ley de la caridad y la primera condición del buen humorista: saberse reír de uno mismo. Yo creo que estaba convencido que el humorismo de buena ley es una modalidad de apostolado y, como tal, lo ejercía él. Y cuando nos acercábamos a su sillón de ruedas cariacontecidos y con semblante ceñudo nos envolvía en una mirada dulce y sonriente que nos parecía decir: no os pongáis así, no lo toméis todo tan en serio. Y salíamos de su casa convencidos de que el humor es la sal que sazona los afanes y los días.