Podemos decir que este reportaje Lolo ha rizado el rizo de hacer las cosas bien hechas. Y es que un tema como es el del fin del mundo no deja de tener importancia aunque, aquí veamos que, en general, aún queda mucho tiempo para eso.

Es verdaderamente interesante lo que escribe el Beato de Linares (Jaén, España) porque muestra un conocimiento propio de quien ha tenido mucho interés en informarse y hacer bien las cosas. Y eso es lo que aquí hace sin olvidar el fondo de fe que tiene todo esto porque aquí Dios tiene mucho y más que ver.

En realidad, no hay nada que podamos dar de lado en los párrafos (que son bastantes pues para eso es un reportaje) porque todo tiene su interés para aquellas personas que no estamos formadas en el tema tratado y siempre nos viene bien que se nos aclaren muchas cosas. Y sí, son conocimientos del tiempo de Lolo y es cierto que han pasado muchos años pero creemos que el fondo es el mismo.

 

 

Publicado en la revista Cruzada, en enero-febrero de 1960

¿Cómo será el fin del mundo?

La Luna puede explotar, el Sol puede agotarse y 50.000 aerolitos nos amenazan pero el enemigo número uno es el propio hombre.

La tierra ha temblado largamente en Chile. Antes lo fue en Agadir y Lar. Ahora, en las Azores.

El mar ha vibrado en el Japón y China. Poco antes lo hizo en Filipinas.

La naturaleza se nos agita como el perro malhumorado, a vueltas con las pulgas. En Concepción, Agadir y Lar el suelo se crispa como una pira en la que se inmolan las vidas nobles, briosas o dulces de los niños, los hombres y las mujeres. En consecuencia, la criatura de nuestro tiempo ha vuelto a tirar de esa vieja angustia de la muerte que se le cose perpetuamente a los talones. La tierra es un buen recordatorio del destino. Ahora, cuando cada ser participa, en la contingencia y la zarabanda de las cosas, una idea de cataclismo cósmico se nos encarama en el pensamiento y lo tortura con tenacidad. Del alba al anochecer, un sentimiento de angustia se va ensortijando en el corazón de los que trabajan o alientan. Y lo fatal, especulado en las taquillas de los cines, lleva a los hombres ante la pantalla para encogerse de sorpresa y de pánico ante el espectáculo de una “Hora final” anticipada.

Que el mundo tendrá su agonía nos lo aseguran las Ciencias, la Fe y el propio testimonio. Si el cataclismo tiene ahora alguna probabilidad, es lo que vamos a intentar en este reportaje.

El Mundo pudo nacer así

Cada cinco años, los hombres vamos a las Comisarías para dejar las huellas dactilares. Una tarjeta con nuestro perfil, el laberinto de los pulgares y la genealogía deslindarán ya la naturaleza partículas de cada hombre. En la cartulina hay una fecha que, especulada, hasta podría darnos la tarde soleada, o nubosa de nuestro nacimiento.

Como el hombre, la Tierra posee un acta de nacimiento, un certificado al que, en el colosalismo de fechas a que nos habitúan las relaciones del Cosmos, poco afecta la minucia de un millón de años más o menos. La antigüedad de la Tierra va al hilo de este hecho: el uranio y las otras materias radioactivas que contiene, se desintegran en formas más permanentes cuando cruzan la línea de los 10.000 millones de años. De otro lado, los fenómenos certificables no autorizan una fecha anterior a los 5.000 millones de años. Entre la tristeza de ese cinco y ese diez hay que situar a nuestro planeta.

Desilusionará, cuando digamos que la Tierra es un astro “muerto” o, cuando menos, agonizante. En compensación cabe añadir que sólo a ese estado debemos nuestra existencia y que esta muerte del planeta es la que pone una nota de esperanza en las conmociones de hoy. Los terremotos no son sino leves agitaciones que consuman un proceso. Un astro vital, como el Sol, supone un índice tan gigantesco de temperaturas y tal gama de fenómenos violentos que imposibilitan radicalmente la vida.

El soplo de Dios era de hidrógeno

Hay hombres que se pasan la vida combinando cifras y sólo les queda una leve paga de jubilado. A Einstein, un número, tres letras y apenas un signo le llevaron a esa fórmula maestra -E=mc2- que se sitúa en la médula de la ciencia actual. El fruto del gran judío melenudo hay que ponerlo, a su vez, como espina dorsal de las teorías que dan consistencia al desarrollo sistemático del mundo. Energía, masa y aceleración se confabulan misteriosamente en aras de ese portento que es la vida humana ambiente.

Que la Ciencia y la Religión se complementan como dos gemelos, lo confirman las hipótesis y los descubrimientos que dan pie al comienzo del mundo. Todas las suposiciones y logros de los sabios tienen antepuesta a “la nada” como un valladar infranqueable. La sabiduría especula por fuerza desde una evidencia posterior, dejando a la Fe la piedra angular de un Universo cuya puesta en marcha sólo encaja en el plano de lo Superior. Y es curioso cómo el mundo arcaico y científicamente nulo de los profetas y ese otro actual y preciso de los laboratorios ensamblan sus puntos de vista sobre el origen del mundo.

Las Sagradas Escrituras nos hablan de unas aguas o abismos primitivos que fueron fecundados por el Espíritu de Dios. Moisés concreta el primer gesto del Ser Supremo en un poderoso aliento al hilo de su “hágase la luz” generador. Esta visión poética se corresponde con la arquitectura que da la Ciencia. Su especulación parte ya de un principio inexplicable. El mundo marcha desde una colosal nube de hidrógeno –el átomo más simple- preexistente, desperdigada por el espacio. En ella había de contenerse la materia de la que derivarían las otras cosas.

Parte de esta masa gaseosa empezó a contraerse en otros volúmenes, dando ocasión a grandes cantidades de calor. Cada uno de estos volúmenes se correspondería con una galaxia, germen a su vez de una tremenda agrupación de estrellas posterior. El tamaño de estas galaxias podría ser el de cien billones de estrellas.

Durante este proceso, la energía de gravitación consiguiente estaba libre de ser aplicada al calentamiento de otras masas más reducidas, que se apuntan como raíces de las estrellas. La nueva congestión de astros sólo alcanzó a una cuarta parte del gas de galaxia. Posteriormente seguirían –y aún siguen – otras contracciones que habrían de motivar las edades de los astros.

El Sol, un reactor gigante

Hace unos cinco millones de años, en un extremo de la galaxia conocida como Vía Láctea –la nuestra-, se produjo un remolino que dio paso a una concentración más espesa que la que le rodeaba. La nueva nube empezó a configurarse gracias a la gravitación motivada por su densidad y su proceso se hizo definitivo. Sabido es que, a medida que una masa se comprime, se produce un recalentamiento interior que tiende al equilibrio. En esto se fundamenta una estrella. Al retraerse una masa, la consecuencia es el aplastamiento del núcleo. Para evitarlo, el volumen provoca una activación del calor en el eje, del que emanan gases, los cuales, al expansionarse, tienden a equilibrar la fuerza que nos avasalla.

La Tierra, un exabrupto

Volviendo a la estrella en formación –en ese caso nuestro Sol-, cuando llegó a una calefacción de 50.000 grados, debieron de producirse unos movimientos de violencia, en el curso de los cuales arrojaría sus sobrantes de gas y de energías de rotación y magnética. Este desprendimiento se nutriría de las sustancias residuales de otras estrellas. El gas exhalado se alejaría lentamente por el espacio, con el lógico proceso de enfriamiento. Las fuerzas de gravitación y de rotación del gas en fuga y la de atracción del sol, llegaron a equilibrarse en un punto, motivando la puesta en órbita de un planeta, que pasó a llamarse Tierra.

Al cabo de los treinta millones de años, el Sol debió de llegar a su máximo de contracción, lo que se traduciría en una temperatura interior de varios millones de grados. Dentro de esta enorme potencia calórica, empiezan ya a cumplirse una serie de procesos nucleares, cuyo resultado es la conversión de los átomos de hidrógeno pesado y, posteriormente, en helio. La nueva fase de energía trae consigo un fenómeno de irradiación. Entonces, parte de la fuerza toma el camino del espacio. En este sentido, el esfuerzo del astro es colosal si se calcula que el Sol llega a consumir unos 800 millones de toneladas de hidrógeno por segundo, de las que sólo nos alcanzan unas dos millonésimas partes. El resto se encauza misteriosamente por la amplitud del Universo.

La Luna, costilla de la tierra

¿Qué es la luna?, nos preguntamos ya aquí. Se cree que hubo un momento en que la fuerza centrífuga de nuestro planeta y la atracción solar se combinarían hacia un gran sorbo del astro rey, que desgajó un fragmento de nuestra superficie. De ser así, el satélite estará marcando un vacío en la gran falta que existe en el seno del Pacífico.

Como la lagartija es al cocodrilo

Esta es, a vuelapluma, una síntesis muy superficial del origen del mundo. Nos queda aún inédito el asombro que cabe deducir del colosalismo de cifras en que todo esto se envuelve. Unas muestras. A nuestra Vía Láctea se le calculan más de 100.000 millones de estrellas. La “Próxima Centauri”, una de las más cercanas, dista la cifra de cuatro millones de años luz (el año-luz se evalúa en unos diez billones de kilómetros). El número de las galaxias entra en los límites de lo infinito. El telescopio de Monte Palomar ha captado una nebulosa que está a una distancia de un número que empieza por 94.608, seguido por 18 ceros, y se dispone a enfocar otra enclavada en unos tres mil millones de años luz. El Cosmos es tan tremendo y maravilloso, que sólo cabe mirarlo arrodillado. El español Comás Solá lo resumía así: “Si en este momento se aniquilara todo el Universo y no quedase en el espacio más que nuestro sistema solar, nada advertiríamos; sólo al cabo de cuatro años desaparecería la estrella “Alfa de Centauro”. Pero el telescopio nos seguiría descubriendo nuevas estrellas que ya no existirían…”.

El talón de Aquiles del Universo

Y, sin embargo, ni por un segundo cabe abandonar la idea de limitación. Como hemos llegado a una conclusión del principio del mundo, podemos ir hasta una consecuencia de su término. La confrontación del gasto de hidrógeno solar con sus reservas, ha llevado a calcular en unos cinco millones de años la vida que le resta. Quiere decir que aún está en su dorada medianía, pero que también tiene una cita fatal al cabo de la otra parte.

Junto a esta posibilidad de agotamiento solar hay otras tantas contingencias que ponen cerco a nuestro planeta. Espigamos sólo estas cuatro:

1ª) Exterminio de la vida, por explosiones nucleares.

2ª) Alejamiento de la Luna, con sus consiguientes repercusiones.

3ª) Agotamiento del Sol.

4ª) Caída de un aerolito o encuentro con un cometa.

Golpe bajo a la humanidad

De todas las posibilidades catastróficas, la más directa y escalofriante es la que tiene al mismo hombre como protagonista. Desde que los fenómenos termonucleares han descendido hasta las mesas de los laboratorios, la sociedad humana pasó a depender de la malicia o la histeria de cualquier chisgarabís de ministerio o campamento. La especulación de Shulten en “La hora final”, como antaño las de Verne, puede surgir al conjuro de un arrebato o del más leve confusionismo. La saturación radiactiva pondría a las criaturas en la picota de una muerte horripilante. Si las llamadas al sentido común parecen inútiles, cabe esperar en que esta vez el egoísmo se comporte como buen preventivo.

Adiós a la luna

Cada 120.000 años el día se alarga un minuto. En el mismo tiempo, la luna se distancia 1,50 metros. Situada hoy a 384.000 kms, un momento interesante será cuando llegue a los 450.000.

La causa de este alejamiento es la relación de fuerzas Luna-Tierra. Dos veces al día nuestro satélite ejerce su acción sobre los océanos en forma de mareas. Succionados los mares en dirección contraria a nuestra rotación, las mareas son realmente un freno que repercute en la prolongación del día. En compensación, la Luna acelera su marcha, lo que se traduce en un distanciamiento.

Cuando llegue a los 450.000 kms, el día –rotación de la tierra sobre sí misma- considerablemente alargado, se equiparará al mes –tiempo de la Luna nueva a la otra-, equivaliendo ambos a 47 días solares de hoy. Cuando el día llegue a superar el valor del mes, el fenómeno de las mareas habrá empezado a invertirse, pasando ahora de freno a acelerador. Todo esto se traducirá en una terrible agitación marítima y en cierta era glacial. Mas el alejamiento de la Luna cesará de pronto, al invertirse el sistema de fuerzas. De regreso al satélite, le veremos aproximarse como una terrible amenaza. Pero el choque no llegará a cumplirse. Por la gravitación, la Tierra saldrá al paso para actuar como un terrible fulminante. La explosión dejara la materia lunar girando, desintegrada, en torno nuestro, como unos anillos de Saturno.

¿Punto de partida para estos hechos? 5.280 millones de años. Contando con que esto no son sino hipótesis de fundamento relativo.

El Sol, como una granada

Decíamos que existen reservas en el Sol para unos 5.000 millones de años. La muerte de nuestro rey entonces tendrá estas características. Con el fallo de los depósitos sobrevendrá un fenómeno de contracción. Paradójicamente, esto se traducirá en una era glacial terrestre. Debido a la intensa evaporización de los mares, nos envolverá un éter de nubes espesas. Después esta atmósfera húmeda escapará a la rotación, perdiéndose en el espacio. Entonces, sin la atmósfera, sí que un Sol terriblemente ardiente caerá hasta provocar la ebullición de los metales. Entre tanto, la estrella, reducida en su volumen acelerará su fuerza de rotación. Habrá un momento en que debe llegar a superar la gravitación. Es entonces cuando habrá sonado su hora. Abierto como una granada, la sustancia incandescente se dispersará por el espacio, absorbiendo todos los planetas del sistema, para quedar lentamente en el ámbito interestelar de la galaxia como en su época de pre-estrella.

Tiro al blanco

Hace cincuenta y dos años se produjo en Rusia una terrible conmoción; física, claro, que la otra social (que aún nos tiene en vilo) vendría más tarde. La confusión se aclaró después de conocer la caída de un aerolito en el norte de Siberia. El meteoro dejó un cráter de 8 kilómetros de diámetro. De haberlo hecho con un retraso de cinco horas, la ciudad de San Petersburgo hubiera quedado aplastada como una hormiga.

Hasta 50.000 meteoros procedentes de alguna explosión planetaria danzan alrededor de nuestro globo. Los hay como Ceres, de 770 kms de diámetro. Un encontronazo podría sernos nefasto. A más del impacto, desordenaría los movimientos del planeta. Para la tranquilidad, cabe decir que el choque en sus probabilidades, entra en la órbita de lo infinitesimal. Aun así, en su momento, jugarían ciertos fenómenos amortiguadores.

“Los Cielos y la Tierra pasarán”

Englobando todas estas teorías, una cosa parece cierta: tanto nosotros como nuestros sucesores podemos gozar de cierta seguridad. Aún los viajes espaciales entran a participar como una posibilidad de traslado.

El pensamiento religioso no está por un declive normal del Universo. El momento grave, la hora crucial de nuestro juicio, parece ser que abocará inesperadamente, como una enérgica intervención sobrenatural. No obstante, los textos sagrados no pueden ser utilizados literal y matemáticamente como el virus de una probeta. También aquí cabe un sentido sobrenatural. Mas la verdad es que las palabras de Cristo y de los Profetas están en el aire como una terrible amenaza. La antología es bien completa:

“No solamente se producirá la ruina de la tierra, sino el Universo entero. Todo el ejército de los cielos será reducido a polvo…” (Isaías).

“El Sol se oscurecerá, y la Luna no dará su luz, y las estrellas caerán del firmamento, y las columnas del cielo se conmoverán” (Mateo).

“En el día del Señor pasarán con estrépito los cielos, y los elementos, abrasados, se disolverán, y así mismo la Tierra, con las obras que hay en ella” (San Pedro)

De Cristo son estas palabras: “El cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Si ellas pueden ser manejadas como una amenaza, también cabe izarlas como un faro de misericordia. Porque las frases suyas que no pasan son también las que nos prometen una bienaventuranza. Con catástrofes o no, lo importante es tener siempre el corazón en vela. El que en la hora final esté limpio, éste sí que podrá decir que no muere.

Compartir:

Etiquetas:
Accesibilidad