Como pasa tantas veces, Manuel Lozano Garrido descubre al que esto escribe un autor espiritual que, dada su importancia, trata en el artículo que traemos hoy. Y eso es de agradecer pues mucha es la ignorancia al respecto de tiempos pasados aunque no tan pasados.

Francis Jammes (en la imagen de arriba), como nos dice Lolo, es el poeta de la Virgen. Y eso porque la influencia de la Madre de Dios fue decisiva en su propia conversión a una fe a la que se aferró desde entonces.

Nos habla Lolo aquí, además de otros libros, de “Rosario al sol” que estudia con la profundidad propia del linarense universal. Y a uno se le pone en el corazón un ansía por leer tal texto que no puede dejar hasta que lo hace, de lo bien que lo describe Manuel Lozano Garrido.

Este artículo es maravilloso y profundo y, por cierto, el que esto escribe está a punto de llevarse a los ojos y al corazón el citado “Rosario al sol”. Gracias, otra vez, a Lolo.

 

Publicado en la revista Signo, el 30 de octubre de 1954

 

“Hay gozos, dolores y triunfos en la medida de cada uno”

Francis Jammes, poeta de la Virgen

A ti, que sufres, y a ti, que vives ya el quinto misterio glorioso.

MOMENTOS DE LOURDES

Había vuelto después el orbe a los tremendos enconos y a las insidias cotidianas. Hasta que una mañana, «el tierno lirio abrió su botón en la roca» para engarzar su complacencia en el rosario de la angelical Bernadette con estas palabras celestiales: «Yo soy la Inmaculada Concepción». Desde entonces Lourdes viene viviendo una palpitación sobrenatural a la que da pábulo la floración continua de milagros como el que, doblegando la incredulidad a la evidencia, certificara la probidad científica de Alexis Carrel.

Con tan sublimes antecedentes era natural que ahora, al celebrarse el fausto centenario del dogma, se haya querido hacer pasar el eje renovador que el Año Mariano persigue por la simplicísima gruta pirenaica. Se remacha así la importancia que la traza inmaculista tiene en la grandeza de Lourdes y, al paso, la piedra, el agua y las estrellas vuelven a dictar al mundo la vieja lección que salva de la humildad concéntrica a los pies de la Intacta.

Pero mencionar a Lourdes es también traer al pensamiento la imagen correlativa de Francis Jammes, el mirífico hombre más literariamente fiel a su atmósfera portentosa, que viviera y se entrañara en su paisaje para dejar, «el Rosario al Sol», una cálida versión de cómo debe ser protagonizada la esencia del mensaje virginal. Que si Lourdes vuelve a la supremacía devota, justo será también vitalizar el recuerdo de aquella inteligencia evangélica que hizo de su vida rezo callado y fervoroso de un rosario de gozos, dolores y también glorias.

EL SOLITARIO DE ORTHEZ

Francis Jammes había nacido de antecedentes antillanos, circunstancia que se refleja en buena parte de su obra, en Tournai, pueblo de la Francia meridional, el 2 de diciembre de 1868. A lo largo de su dilatada existencia -vivió setenta años- tuvo siempre una filial veneración por su madre, de la que jamás se separó. Con ella pasó la mocedad en Burdeos, estudiando y trabajando a la par como escribiente de una notaría. De entonces son sus primeros versos de adolescente que desgraciadamente no llegaron a ver la luz. De Burdeos pasó a Orthez, que ya había de centrar su vida definitivamente.

Jammes tuvo pues, una existencia de provincia, esencialmente aldeana. Salvo las contadas salidas que hizo a París, Argelia, Países Bajos y España –de la que alcanzó hasta Burgos vivamente impresionado, hasta el punto de convertirse en fervoroso hispanista-, todos sus días pasaron en idílica paz entre las piedras vetustas de su meridiana ciudad adoptiva. Orthez, con su puente románico a horcajadas del río y su naturaleza prístina, tiene, aún hoy, una existencia lugareña cargada de resonancias medievales. Por sus calles, cruzadas por caminos de herradura, volcaba Europa las riadas de peregrinos que afluían a Compostela por el legendario camino de Santiago.

A Orthez llegó Jammes, con su espíritu mínimo y la íntima auscultación, para pulsar la maravilla del paisaje, y allá quedó para siempre, entre las frondas mecidas, la cantata de los arroyos y el eco dormido de la humilde antigüedad peregrinante. Venía con la eterna piedad filial a una -¡ay!- más prosaica pasantía de notario; pero en la mente del tournaiano aleteaba la cálida fruición de las musas y empezaba ya a seguir sus huellas fabulosas. Jammes empezó pronto a escatimar ratos a la aridez leguleya para enhebrar la aguja hacia unos versos de oro. Por entonces empieza a prodigarse en publicaciones con estrofas que polarizan la atención de la alta crítica, aunque para el común de lectores pase inadvertido. Tiene apenas veinticinco años cuando el «Mercure de France» vuelca sobre él la catarata de los elogios.

Al fin, surge su primer libro. Es más bien un cuaderno que bajo el título «Del ángelus del alba al ángelus del anochecer», recopila otros folletos con sus versos más salientes. Viene sólo a un ámbito familiar, y apenas sí abulta la tirada. Lo trae de la mano su propia impaciencia juvenil, la misma que diariamente, cuando la tarde enciende su ascua roja tras la cresta de los Pirineos, le lleva la desvencijada imprenta de Orthez para leer, turbado, las pruebas que inician familiarmente su carrera poética. Al fin, una tarde Jammes sale del taller con un bulto bajo el brazo y se pierde alegremente por las calles. Antes ha escurrido sus menguados bolsillos sobre las planchas renegridas del cajista. No importa; Orthez le ve pasar con una febril cavilación. Va recontando mentalmente el número de deudos para el envío… y el dinero apenas si ha dado para cierto número de ejemplares. Años después, «Del ángelus del alba al ángelus del anochecer» se transforma en una rara curiosidad que han de buscar con avidez todos los buenos bibliófilos.

Después lanza ya la justa y formal contextura de un libro; de un volumen pulcro y satinado, con todas las exigencias para el gran público, que Jammes entrega con la timidez de un adolescente. Lo titula «Le naissance del poète», y motiva a Enrique de Regnier una crítica laudatoria, la más certera y exacta que de él se ha escrito, y a la que forzosamente han de revertir después todos los ensayistas. Estamos ya en 1898, Jammes tiene treinta años y es ya famoso. Y sin embargo, sobre él, tan sensible, resbala el señuelo de la gran ciudad. Por nada del mundo cambiaría la llamita pura y temblorosa de las albas de Orthez por el incentivo de un París que vive su artificioso siglo de las luces. Cada mañana, apenas despunta la aurora, cuelga el zurrón al hombro y se pierde por las vereditas de la campiña. Lleva terciada un arma de caza o los aparejos de pesca, pero las piezas se alzan impunemente ante su presencia inofensiva. Él, en cambio, tiene la mirada hundida por los alcores: es que el oído gigante del corazón está auscultando la vida que le rodea. Al regreso, el zurrón volverá ingrávido, pero el poeta ha hecho felizmente su acopio.

Entretanto, ha conocido a una moza norteña con la que contrae matrimonio e inicia su vida patriarcal. Ella le da hijos y es un gozo en la vida del meridional; un gozo más que añadir a la cadena de satisfacciones que iniciará con su bautismal profesión católica; un gozo al que también había precedido, anteriormente, el más profundo rosario de dolores que tiene cabida en un corazón humano: la tibieza de la espiritualidad. Desde ahí a la indiferencia sólo había un paso, que desgraciadamente también se daba en Jammes.

Él, atento, furtivo, sigue entonces deambulando de valle en valle para sorprender el latido íntimo de las cosas. Ahora su caminar es alígero, casi se ha hecho de puntillas; pero hasta sus oídos sólo llega una palpitación amortiguada: es que, ocasionalmente, Jammes tiene algodonado el estetoscopio del alma por la crisis de la fe. Canta ya a Lourdes, al paisaje de Lourdes, a su naturaleza vegetal. Su verso, sí, es exacto, dulce, murmurante, como un panal de abejas doradas, cincelado, armónico, perfecto, con la perfección que hay en la gracia dormida de una alineación helénica; sólo le falta «el ángel» de la presencia divina. He aquí que, dolor tras dolor, el poeta ha ido burilando sus piedras hacia un parthenón ideal, sin darse cuenta de que es toda una armazón catedralicia la que sale de su mente. Jammes tiene ya hasta la peana sobre la que ha de alzarse, lo que da razón de ser a la ordenación arquitectónica. Para hacerse dorada plenitud únicamente es necesaria la decisiva purificación y la imagen: Dios.

LA CONVERSIÓN

El gran descubrimiento lo hace Jammes de la mano de otro gran poeta que también supo del éxodo y del retorno: Paul Claudel, el converso misionero de las grandes inteligencias. La gracia total de Lourdes daría el golpe definitivo.

Claudel hace tiempo que viene releyendo los versos del poeta sureño y nota su mutilación ideal. Hay en el autor de «La Anunciación» un trance doloroso que a toda costa quiere salvar en el amigo. A él también habían precedido unas análogas circunstancias de crisis. Como Jammes viera la luz bajo una cobertura católica; pero a él fue el gran París, mejor aún, los hombres estereotipados del gran París, los que abatieron la lamparilla tenue de su fe. Había sido preciso que toda la gracia angelificada en las campanas y en la silueta de Notre Dame, que toda la nostalgia de una conmemoración hogareña le solucionara el alma desde la dulce penumbra de las naves para rendirle una Nochebuena sin más armas que el suavísimo dardo de una polifonía gregoriana. No podía por menos un poeta que sentir el paralelismo de la humildad ante la belleza de un Dios Niño sobre unas pajas; y su hallazgo se hizo desde entonces asombrosamente comunicativo. Raro es el pensamiento en tinieblas al que nos alcanzará la evangelización de Claudel. Hasta Gide llegaría a su verbo iluminado.

Un día de 1903 borda, al fin, un diálogo con el solitario Orthez. En Jammes hubo siempre una predisposición humilde, y Claudel se le acercaba por la vía de la sinceridad.

Al final, la coincidencia se hace total, y el primero parte hacia Lourdes. Es aquí, ante el conjunto elemental de la cueva de Masabielle, donde se consuma el pentecostés de la conversión. Jammes ve los símbolos de su amada rusticidad –el agua taumatúrgica, la rosa como escabel del lirio y el azul celeste sobre el vientre virginal- justamente valorados, y por primera vez le ensamblan los diversos trocitos de su mundo íntimo en la sonrisa influyente de la Virgen. De hinojos en la soberana grandeza del hombre arrodillado clava los ojos en los celestiales de la Inmaculada. Es entonces cuando en los ámbitos del alma que al fin reza se oye la galopada de un ciervo que parte para abrevar en los hontanares de aguas vivas que canalizan la llena de Gracia.

Después, alterna la rima con el relato y la novela. Así nacen «Claros en el cielo», verso, y «Pensamiento de los jardines», ambas de 1906; 1913 aporta «Las Geórgicas cristianas», la obra en verso en que a mayor altura raya su espectro poético. Le ha precedido «Mi hija Bernadette» (novela). Cuando acometa los «Poemas franciscanos o arias para los ángeles» lo hará con algo más que la pasión por un tema inspirado. Entre él y el Poverello no hay sólo la coincidencia de una devoción de la que se siente orgulloso. Existe la identidad de un común amor por esa vida menuda que desde el crepitar de la estrella hasta la eclosión de la flor, entona a Dios una férvida letanía. Cantando al de Asís sí que se da la plenitud de la armonización creadora. Están aquí las sempiternas fontanas de Orthez, los campanarios aldeanos, las avecillas; pero su rumor, su resonancia, su trino, se exaltan para orquestar una gigantesca sinfonía de agradecimiento a Dios, creador de tanta maravilla. No se ve, pero entre líneas se palpan la batuta del serafín que danza veloz bajo la barba nevada del poeta y la invisible presencia del Señor, que va miniando en su libro de oro la gloria del hijo de la Humildad.

Con su nueva ejecutoria de fe no cambian, sino que se reverdecen, las aficiones camineras. Sólo que ya es dueño del gran secreto que todo lo explica y con él ama más si cabe que antes. Se ha vuelto un pedagogo del Amor y quiere hacer partícipes de su tesoro a la madre, a la esposa y a los hijos entrañables. Ahora, el simple lamento de un jilguero es un dardo que lacera su corazón.

Un día se oye en el valle el estampido lejano de un cazador. Cae la tarde cuando, con la escopeta aun humeando, cruza el atrio parroquial la figura contrita de Jammes. El anciano sacerdote le sale al paso:

-Lo sé. Venís a confesaros del tremendo pecado de que hoy la olla tenga más perdices.

Con ese dolor por un ave herida es fácil alcanzar el suyo ante la conflagración mundial de 1914. Llega ésta casi al par de su libro «Hojas en el viento», y cuando lo hace el matrimonio bordea los horrores de la guerra en el pueblo natal de su esposa, donde veranean. Sobre los campos silenciosos y queridos cruza ahora el estruendo y la cabalgada frenética del Apocalipsis y el hombre mínimo oye, con el espíritu llagado, el aldabonazo por el que se le llama a la patria. Sus sienes las surcan ya las hebrillas de pata de los cuarenta y seis años, pero es la defensa del amplio legado, que va desde la fe de la heroína de Arlés hasta la última siempreviva de su terreno, la que le lleva a la ventanilla de la movilización. Por fortuna, se le destina a una función administrativa, que centuplica su servicio, ya que en ella se gesta un timbre de gloria para Francia: la novela «Rosario al sol». De no ser así, si el pacífico lugareño hubiera tenido que acechar tras las troneras de la primera línea, difícil hubiera sido sustraerse a la psicosis de sangre, y «Rosario al sol» hubiera tenido una repercusión bélica, lejos de su paz subyugante. Vino en 1916, a dos años del conflicto, y fue elaborada en un paréntesis en que, para olvidar el fratricidio, la pluma se le iba al recuerdo de las sementeras.

«ROSARIO AL SOL»

Deletreando la rotulación de los distintos capítulos de «Rosario al sol», antes de iniciar su lectura, se experimenta una inquietud a la que sólo el punto final de la obra puede dar cumplida respuesta. El hecho de que cada uno de ellos lleve al frente el texto de los respectivos quince misterios del Rosario, supone una autolimitación del desarrollo temático que justifica la prevención. Y, sin embargo, la duda carece de fundamento. Lejos de ser la de Jammes una disminución reflexiva de medios para más destacar el triunfo sobre las dificultades de elaboración, es, por el contrario, el diseño más fiel iluminado por cualquier circunstancia que se la contemple a través de un prisma de catolicidad. La clave nos la da esta frase que surge al hilo de una de las meditaciones de la humanísima Dominica: «Solamente aquellos que practican el Rosario saben con que facilidad pueden asociar cada misterio al caso especial que les preocupa. No existe un acto en la vida del hombre que pueda escapar a esta devoción infinita». Y anteriormente: «Hay gozos, dolores y triunfos en la medida de cada uno». Lo que sucede es que, a veces, hacemos de la fe un rito en el que prende la rutina, sofocando verdades primarias como la que, en la vida, hay que ir huella sobre huella tras el Nazareno para alcanzar lo perdurable.

Es lo que hizo Jammes con su trama que asombra. Su fórmula estriba, simplemente, en que supo trazar a tiempo la revisión de sus años idos, comparándolos con la andadura que remata en cruz, y hacerse un enamorado del saldo favorable. Él también tenía gozos y dolores, y había que decidirse a vivir la gloria.

En el mundo renacería la estabilidad si se diera contextura y vigencia a estos principios archiolvidados. Convendría airearlos ahora que también hace furor el tremendismo. «El escritor realista no hace sino copiar el cuaderno que la vida le antepone» -se justifica hoy-. Pero la vida no es sólo una recreación de perfidias, si no que tiene también el ángulo y la plástica de la ejemplaridad. Siempre hubo estampas negras y nunca como ahora se abusó tanto de las lentes ahumadas y de la visión turbia. «Si tienes maligno tu ojo, todo tu cuerpo estará oscurecido». El de Jammes era inocente, claro y puro como la linfa de sus veneros y Dominica tenía que ser angelical e inefable como lo son tantas criaturas que soslayan una inspiración contaminada.

Cautiva lo sobrenatural que revolotea sobre el ambiente de «Rosario al sol». Su trozo de vida sencillo, casi vulgar, es el mismo que a nosotros cotidianamente nos rodea. Abundan tipos y situaciones como las del huérfano Pedrito, las pequeñas María y Anita, el tipógrafo, el libre pensador o Asunción; pero lo que ya es singularísimo es la trayectoria de fe y pureza que nos hace seguir hasta alcanzarlos. Por ella las cosas se hacen claras, risueñas, todo tiene su finalidad y hasta lo providencial se hace aquí explicativo.

¿Por qué extrañar los pasos de Dominica, que no hace sino seguir los trazados de su vida y la naturalidad de ciertas soluciones, trasunto del cuidado meticuloso del Señor para con los pájaros y los lirios?

Jammes empieza por arrodillar a Dominica en Lourdes, una mañana movida en peregrinaciones. Dominica es bella y no puede evitar el amor que enciende. Ya hay un feliz arranque. Pero también es equilibrada; su intimidad es testigo de la lid por lo divino estable. Y el conflicto se acentúa. Finalmente, es sumisa al dictado de lo futuro. ¿Cómo alcanzar la evidencia de lo impalpable? Dominica eleva su lamparilla de virgen prudente y ahínca y profundiza hasta dar con el destino. Y la emoción sube de punto en una trama perfecta.

Pero a la movilidad de Dominica y a su candorosa ingenuidad de adolescente podía afectarlas una silogística muy sutil. Jammes sale en seguida al paso. En el fondo él es un mozarrón ingenuo y quiere hacer de este don el eje de su creación graciosa. Su lenguaje se aniña entonces hasta hacerse de una simplicidad cautivadora. Ya son conocidos sus contactos con el franciscanismo. Sin embargo, esta vez su estilo se remonta a las fuentes del serafín que están en el relato de San Lucas, el confidente de la Madre de Dios. Más que franciscano es lucano. Hay frases que parecen arrancadas del texto evangélico: «Y aquella rosa reinaba en aquella zarza y no en otra. Y cuando el niño, sólo y angustiado, bordeó la zarza, María, que se hallaba al otro lado, le dio una rosa». Esto es precisamente lo que cautiva a Régnier: «Su estilo es una mezcla de precisión y de torpeza; natural la una, rebuscada la otra. Este lenguaje, a la vez inhábil y exquisito, en él es un encanto».

¿Qué alcanza el novelista en compensación? La transparencia del sentimiento, una plasticidad casi tangible de las imágenes, cierta hondura y facilidad explicativa, un pensamiento de cristal y la fresca y olorosa espontaneidad que arrastra. Cuando al fin alcancemos el capítulo de la Coronación con su sentida letanía, habremos caminado, al paso de Dominica, por un sendero bordeado de lirios y azucenas, pero también nos quedará en los misterios del Rosario el hallazgo de una fortaleza para los males que cerquen nuestra espiritualidad y la seguridad de ir con ella pisando recio hacia la salvación.

COMO EL CISNE

Los años que restan de la vida de Jammes son años entregados al reposo, al buen hacer y al bien decir. Hasta que llega la apoteosis de su ancianidad; el enamorado de la ternura se refugia en el círculo bucólico de la aldea para rumiar el gozo de la paz divina y de cantar su néctar en unos versos de marfil. Y cuando al fin llega el heraldo de la eternidad, le sorprende con una poética modulación en la voz. De manos de la hermana Muerte, el Serafín galo hace entonces su última y silenciosa caminata por los senderillos del valle. Apenas antes se ha dormido como el cisne, con un florilegio ingenuo en los labios: el de su alma grande que supo a tiempo empequeñecerse para tener bien seguro el reino de los cielos.

Murió en 1938, cuando sobre el haz de España se extendía la sangrienta amapola de una cruzada. Mucho antes el corazón se le había abierto para siempre a todas las causas nobles. No es de extrañar que también se apasionara por la España eterna, la que había sido martillo de herejes y brazo de la cristiandad, y que añorara la reencarnación de sus ideales.

En su lecho de muerte, al alba de su cuarto misterio glorioso, alcanzó a ver el amanecer de España. Se apagó cuando más hubiéramos necesitado de su palabra:

-«Tú, el hermano mayor de los poetas, el camarada de los ríos… ¡qué falta nos hacías!».

Por eso, ahora que es llegado el momento providencial de Lourdes, tributemos de paso ante la tumba de Jammes una oración cordial para «…agradecerle ese candor de novia / que dio su alma de niño al mundo usado» y el regalo de un luminoso camino ascético.

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