No es poco cierto que cuando alguien mira entorno de sí y se acerca a la naturaleza o, simplemente, tiene ante su persona una simple maceta con alguna flor en ciernes o ya cumplida su misión de vida, sabe que algo maravilloso pasa ahí.

El Beato Lolo, en este artículo, va mucho más allá de lo que a simple vista podemos apreciar y que, ya así, es algo más que maravilloso pues ¿quién no se admira por la belleza de una flor con sus más diversos colores?

Lolo nos lleva más allá de las simples características de las flores. Y leyendo las letras que conforman este artículo llega a nuestro corazón una verdad que es una gran verdad: Dios, el Creador también de las flores, ha hecho un trabajo magnífico con ellas.

 

 

Publicado en Vida Nueva, el 15 de mayo de 1963.

 

El polen da 800.000 glóbulos rojos en seis días

Estamos en el centro de la primavera y sus cataratas de flores. Del ojal de la solapa, la mano del enamorado y los arriates penden ese pequeño y misterioso mundo, lleno de luz, de color y gracia que se llama rosa, clavel o azucena. A las flores les pasa como al pan, que a todo el mundo gusta y llena. Son así, como el comodín del buen placer, una redonda y curruscante hogaza de todos los corazones. Y como también los hombres de las matemáticas y el caldo de cultivo se sientan tres veces a la mesa, la flor dispone a su vez de una belleza no “standard” que empapa el mariposero del naturalista y rompe la frontera que hay en la lupa del estudioso.

A nosotros, que apenas si disponemos de tiempo para el trabajo y las cosas, nos alegra la abundancia con que las flores escoltan el camino de las preocupaciones y las fatigas. Esto no impide que sepamos agradecer cuando se nos supera el pan de cada día con un dulce sobre la mesa.

Levantar, como hoy, el telón de esta serena gracia de la inteligencia es como bañarse en un océano de sorpresas, descubrimientos y milagros.

TELEDIRECCIÓN EN LOS PIES

De la flor se podría escribir un salmo que dijera: “De tu cabello a tus sandalias se enredan tantos milagros como estrellas”. Por mujer, hincamos empezando por esos pies que son las raíces. Ahincando, es fácil darse con ese punto de partida que se llama semilla. Las semillas prodigan tanto su milagro que apenas si caemos en su característica de prodigio. Pero todo lo grande y maravilloso es así, “sencillo como un milagro”, como diría Chesterton.

Cuando a una semilla le llega la hora de su movimiento germinativo, surgen de ella dos pequeños brotes, que indefectiblemente tiran para arriba y para abajo. El fenómeno se cumple leve, pero, arrolladoramente, cambiando y violentando la postura de la semilla, con sus brotes ya encauzados; pronto veríamos cómo la futura planta rectifica para orientarse de nuevo como antes. Los científicos llaman a esta noble terquedad el “geotropismo”, pero a ver, amigos, si quien inventó el radar de las flores no se merecía una buena medalla.

UN VIEJO LE CORVUSSIER

De los chapines saltamos a esa gallarda figura que es el tallo de la flor, a su ondulante cuerpo de dama triunfal.

Los rascacielos, esas lanzas que casi hacen cosquillas a las estrellas, desgranan por el mundo la hermosa canción del equilibrio y la resistencia; mucho antes, incluso, del palafito, pululaba por la tierra la más deslumbrante milicia de arquitectos. La flor, hay que decirlo, es un constructor que jamás podrá ser igualado por el hombre.

Su genialidad empieza por la economía y el malabarismo de los cimientos. La raíz apenas si llega a una leve penetración, y en superficie no alcanza a remontar los tres centímetros. Sobre este reducido, minúsculo y casi aéreo armazón se levanta todo el rascacielos del tallo que, por añadidura, tiene una característica ondulatoria y se remata en la exuberante mole de la flor; pero el asombro nace de su victoria en las proporciones. Concretemos, por ejemplo, las dimensiones de una espiga: 1.10 de altura por 3 centímetros, ¿qué Empire State no se desploma con la anchura de cimientos de un cuarto de estar? ¿Qué decir entonces del trigal o la rosaleda que se comban al azote de una tempestad de primavera?

Con todo, el más ferviente homenaje de la ondulación de las flores donde se ha escrito es a la luz del microscopio y a la vista de los análisis. En el tallo destaca primero una organización que se basa en un mosaico de células en las que predomina la sílice, de gran consistencia. Con ella, la flor organiza su zona de oposición y afianzamiento. Luego, las células, como los futbolistas, se enlazan en una barrera que aguante y disloca las golpes de castigo. Pero aún hay más: los haces del tallo tienen una doble composición de fibras. Las unas, las más sólidas, van hacia dentro para ganarle firmeza al armazón; las otras, en cambio, se orientan hacia fuera y en su capacidad de flexión se apoya la gracia pendular de la flor.

Esta modalidad convierte a la flor en un zepelín de los parques, de majestuosa navegación a pesar de la gravedad.

COLOR

Ya en la flor, lo primero que uno capta es su elegancia, esa línea “chica” todavía increada por los modistas parisienses. La flor guarda el secreto de la quintaesencia del estilo. Es una “mis” capaz de sorber los cascos al mismísimo Salomón. Con todo, diríamos que la de la flor es una belleza funcional, utilitaria. Toda su abigarrada policromía de arco iris no tiene otro fin que el del sentido práctico. La flor estima, se apasiona y hasta enloquece por esa misión de continuar la especie. A su modo, rinde culto a ese ángulo de familia que son los hijos. Mas las flores carecen de la posibilidad de consorcio que son el acercamiento y las reuniones. En esto sí que le pilla lo de “el buen paño…” ¿Cómo se va, entonces, a la Vicaría vegetal? Cada rosa o geranio tiene en los pétalos su propia agencia de relaciones matrimoniales. Todo el estampido de la gamma de los pétalos no supone, otra misión que la de atraer a los insectos, que son los correveidile de las plantas. En parterres y tapias encaladas, la flor, con su tendencia al aguafuerte, supera en eficacia a la radio, la televisión y los altavoces. Con su gama casi infinita consiguen multitud de contrastes, y es así como el recurso de la atracción nunca falla. Con todo, hay una aparente rareza: la no existencia de la flor azul. Jardineros y naturalistas se obstinan en hallarla a través de cruces y ensayos. Se ha llegado, incluso, a la corola malva, pero el azul, como el trébol de cuatro hojas, se remonta al vértice de la quimera porque hay algo que va contra la naturaleza: la confusión con el color de la bóveda celeste.

El color es, por tanto, como un señuelo, dicho con más diplomacia, como un cartel que invita al turismo de los insectos. Hasta se da el caso de que la flor misma traza en los pétalos caminos de distintos colores para que quede indudable la senda del nectario.

OLOR

En la estrategia de la femineidad cuenta el perfume como uno de los elementos de sugestión más poderoso, pero, con perdón de las chicas, la patente de la exquisitez olorosa la tienen las flores. Es curioso que el foco que embriaga sólo se encuentra en lo que propiamente es la flor. Ni las hojas, ni el tallo, ni las raíces proyectan aromas. Y es que el perfume no viene sino a flanquear los altos servicios del color. Esta grata sensación que nos llega a la nariz, parte de unas células que se prodigan por los pétalos y actúan como si fueran glándulas fabricando una esencia de alta concentración que canalizan y vierten al exterior. De naturaleza alifática, se volatilizan y expanden con rapidez para orientar a los insectos. En su composición predomina el hidrógeno y el carbono. Son fácilmente combustibles; tienen una gran fuerza antimicrobiana y ahuyentan a los insectos venenosos.

Es curioso que las flores que únicamente se valen del aire como mensajero carecen, por innecesarios, del perfume y de los múltiples trucos de adherencia de que se vale el polen. También, que en otras, escondidas, como la violeta, se contrabalancee el arrinconamiento de la humildad con su fragancia arrolladora.

Y SABOR

En realidad, todo lo que antecede no es sino el aperitivo que brinda la flor, cierta galanura que se nos adelanta para que vayamos haciendo boca. Pasa como con la Esfinge, que se la ve a distancia y uno ya nota el sobrecogimiento solemne y la reverencia hacia el secreto de su más allá.

El Sancta Sanctorum de la flor está en el centro y guarda el polen, la materia germinal. Todo lo demás es como un Banco de España particular que se encarga de la custodia de los lingotes. El buen oro vegetal es el polen, la continuidad de la especie, el astro rutilante, la razón de la vida inferior. Por él vibra, se agita y exulta toda esa naturaleza que se aúpa sobre los campos.

Uno se podrá hacer cruces de la astucia de la flor para ganar colaboradores fuera de su reino, pero jamás se la acusaría de fraude o negocio provechoso. Las suyas son un modelo de relaciones laborales. Junto a ella se agita un mundo de trajineros y pilotos; pero los servicios se recompensan con holgura, hasta con despilfarro. Ingentes cantidades de polen se fabrican y entregan a un ritmo vertiginoso, aunque sólo unas leves partículas lleguen a cumplir la misión. El resto va a la defensa del productor, el insecto. Cabe preguntar: ¿Qué diríamos del acarreador de muelles que recibe un buen salario y encima le ponen en casa hasta caviar y sobreasada?

El almacén y el escaparate comercial del polen los tiene la flor en el centro de su corola, como una mano que se brinda con una moneda en mitad de la palma. Cuando la abeja y el mosquito se acercan, la flor les da una palmadita y los pasa a la confitería que es el nectario, donde se sirve un licor intensamente azucarado y sabroso. El animal mete la cabeza, pasa y liba, para, a cambio, llevarse a cuestas la obligada valija del polen, que luego deja al roce de unos pétalos femeninos. No hay miedo al peso ni al ridículo de acarrear maletas, porque la cosa se hace sutilmente, como cuando uno se lleva la cal de una pared, pero sin estropearse la chaqueta.

Para los insectos de boquita de piñón, o trompa reducida, como la abeja, la planta aflora y sirve en bandeja la mercancía, casi en servicio de puerta a puerta. Los de trompa larga, en cambio, están obligados a profundizar, circunstancia que aprovecha la flor para espolvorear al insecto como a una ensaimada. En todo esto hay un “savoir faire”, que no está, exento de un algo de humor inglés. Todo esto es -¿cómo lo diríamos?- como el torero que baja la muleta a la hora de la verdad para luego poner la espada en todo lo alto. La orquídea, por ejemplo, va provista de un largo puñal inofensivo, que tiene en la punta dos saquitos de polen. Cuando el bicho se cuela por el callejón, atento a la querencia del néctar, él mismo se clava la espada indolora, que luego traspasará a otra flor.

Después viene lo de la suculencia del polen. El escarabajo, que es un bicho con cara de glotón, va más allá de la nómina y pide solomillo. La flor le llena la pocilga y él, refocilado, cumple el servicio de buena gana.

Uno, ¡pobre de él!, no tiene acciones en fábrica de sopas o vitaminas, pero a ver quién es el guapo que le niega al polen su cotización de alimento supernutritivo con estos componentes: Proteínas, hasta un 20 por 100; grasas, un 20 por 100; azúcares, 15 por 100; aminoácidos de diez clases, variadas vitaminas de los grupos B, A, C, E y D, sales minerales y fosfatos.

Ni que decir tiene que de todo esto sale esa palabra mayor que se llama alimento del futuro. La promesa se redondea con otro hecho: el gran valor antianémico y reconstituyente del polen. En seis días es capaz de recomponer unos 800.000 glóbulos rojos. Lo que, por otro lado, junto a la nueva maravilla, también es un modo especial de belleza: el de la generosidad y el servicio permanente a los hombres.

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